explica Qué relación entre la vida y la muerte de establece la cultura estudiada y qué relación propone al respecto en el Antiguo Egipto
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Respuesta:
La muerte en el antiguo Egipto. A propósito
La muerte y las ceremonias que la rodean son el momento privilegiado para la aparición de las “imágenes habitadas”; imágenes que, en el contexto de un ritual dado, se convierten en espacios capaces de albergar la presencia del individuo fallecido. En el antiguo Egipto, donde la muerte ocupaba un lugar central dentro de su sistema creencias –o, al menos, es una de las partes más destacadas que nos ha llegado–, se pueden localizar ejemplos de gran elocuencia a través de los cuales comprobar este funcionamiento simbólico de la imagen. El cuerpo muerto, inerte, era la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y, también, era uno de los vehículos con el que se debía cruzar el mágico umbral. El muerto, cuando abandonaba el cadáver, podía disponer de numerosos recursos que le permitían moverse a lo largo de las múltiples pruebas que le aguardaban. También podía entrar en contacto con los vivos por medio de recursos como los sueños o las imágenes que le servirían de morada para su ba o akh. En el sortilegio 65 del Libro de los muertos se puede leer: “He salido en la forma de un akh viviente a quien la gente común en la tierra adora”[1]. Ese akh viviente, que podía habitar en las estatuas que acompañaban al muerto en su tumba, era sólo una de las manifestaciones espirituales que poseían los egipcios. En la tradición cristiana normalmente se recurre al alma o al espíritu para aludir a la forma etérea que se contrapone al cuerpo físico; por el contrario, los antiguos egipcios disponían de un sistema de manifestaciones post mortem mucho más complejo.
Libro de los muertos (Papiro de Ani). Escena del juicio. C. 1250 a.C (British Museum).
Veamos rápidamente algunas de sus características generales no tanto para ahondar en la compleja religión egipcia, sobre lo cual existe una abundantísima bibliografía, sino para ver cómo, desde las religiones más antiguas, el uso de imágenes habitadas (cargadas de presencias) en contextos mortuorios resulta de lo más común y se acompaña de un ceremonial extraordinariamente complejo. Aunque nos pueda resultar sorprendente, en realidad (parafraseando a Latour), “nunca fuimos modernos” con relación a las imágenes y, aún hoy, perpetuamos usos y prácticas que presentan conexiones inesperadas con los usos del pasado, por lejano que nos parezca. En Egipto estaba ampliamente extendida la idea de que las imágenes podían estar habitadas por los dioses o por otras instancias supraterrenales. El ejemplo más claro lo encontramos en el ritual de apertura de la boca. Se trata de un ritual muy antiguo que en sus inicios estaba dedicado a la animación o vivificación de la estatua mortuoria, pero después fue extendiéndose su uso a todo tipo de objetos desde las ofrendas hasta los propios templos[2]. Esta práctica “transformaba la estatua manufacturada por los artesanos en un cuerpo cultual capaz de ser animado por un dios o un espíritu ancestral en el marco de unas acciones sagradas”[3]. Aunque hay muchos elementos divergentes, presenta en sus bases una conexión clara con el ritual de lavado de boca mesopotámico (del que tendremos ocasión de hablar en otras entradas). En ambos, las figuras eran animadas en un marco sagrado y se convertían así en receptáculos para las deidades u otras manifestaciones de orden divino.