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resumen
Todos los años, para esta fecha, me da por acordarme de aquel
diciembre, tórrido y húmedo como éste. Habían caído lluvias como
para el campeonato mundial y nosotros volvíamos de Samuhú. Mi
papá, al volante de su Ford ‘40 negro y con gomas pantaneras, para
mí era Súperman. El Tano Poletti fumaba a su lado y yo iba sentadito
en el asiento de atrás, cubierto de polvo y atento a los bichos que a
la hora del crepúsculo entraban por las ventanillas como municiones;
eran lo único malo de viajar por esos caminos de tierra y lodo. Uno
iba ahí como en un barco, meta dar bandazos como muñequito con
resorte. Pero yo tenía ocho años y me encantaba ese ritual decembrino que seguía a la terminación de las clases.
Los caminos del Chaco y de Formosa eran horribles: apenas huellas
abiertas por los camiones cargados de algodón que salían de las chacras. Pero mi viejo los conocía metro a metro porque era viajante de
comercio de un montón de productos que introdujo en los 40 y 50: marcas como Nestlé, Terrabusi, Águila, los vinos Norton y el agua mineral.
Aquella tarde del 24 hacía un calor de mil infiernos y el Ford bufaba recalentado, jalando esforzadamente el acopladito de dos ruedas
que mi viejo enganchaba del paragolpes trasero. En la cabina el humor era espeso, porque eran las ocho de la noche y queríamos llegar
a casa a las once, pero por los pozos y barriales apenas se podía
ir a veinte por hora y encima ya habíamos pinchado dos veces y no
teníamos más cubiertas de repuesto.
Explicación:
espero haberte ayudado dame coronita plis porfavor.