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La salud de la población y de los individuos está intrínsecamente unida a su desarrollo. El desarrollo, en el sentido amplio del término, implica cambios e incluso importantes alteraciones de la salud y del entorno de las personas. Pero, del mismo modo, el estado de salud de la población es un factor que condiciona el desarrollo.
Una salud precaria disminuye la capacidad laboral y la productividad de las personas, algo que afecta sobre todo a los pobres, por cuanto son ellos los que realizan los trabajos que exigen un mayor esfuerzo físico. Igualmente, una mala salud afecta al desarrollo físico de los niños, así como a su escolarización y aprendizaje. Como consecuencia, si ampliamos estas circunstancias al conjunto de la población, se puede constatar el fuerte freno que las enfermedades imponen al crecimiento económico y al desarrollo en general. A la inversa, diferentes estudios, como los analizados por Strauss (1993:149-163), prueban la relación que existe entre la mejora nutricional y de la salud con el incremento de la productividad (especialmente cuando se parte de niveles bajos de consumo y en actividades intensivas en mano de obra), así como en la asistencia y el rendimiento escolar.
Por su parte, el desarrollo puede romper el clásico círculo de retroalimentación existente entre la pobreza y la mala salud. El desarrollo económico posibilita disponer de mayores recursos con los que financiar la mejora de la salud medioambiental, la realización de campañas de salud pública, y, sobre todo, el establecimiento de un sistema sanitario cuyos servicios de salud cubran también a los sectores más vulnerables, por ejemplo mediante la extensión de la atención primaria de la salud. Además, los programas de desarrollo social, como los de educación y alfabetización, han contribuido decisivamente a elevar el nivel de salud al facilitar las mejoras en la alimentación, la higiene y la salud reproductiva. El desarrollo socioeconómico, particularmente si alcanza equitativamente a la población (aunque generalmente no sea éste el caso), también permite mejoras en las condiciones de vivienda y de otros servicios básicos.
Las inversiones en salud se justifican no sólo porque ésta es un elemento básico del bienestar, sino también por argumentos meramente económicos. La buena salud contribuye al crecimiento económico de cuatro maneras: reduce las pérdidas de producción por enfermedad de los trabajadores; permite utilizar recursos naturales que, debido a las enfermedades, pueden quedar total o parcialmente inaccesibles e inexplotados; aumenta la escolarización de los niños y les permite un buen aprendizaje, y libera para diferentes usos aquellos recursos que de otro modo sería necesario destinar al tratamiento de enfermedades. En términos relativos, las ventajas económicas de una buena salud son mayores para la población pobre, que por lo general es la más afectada por las discapacidades que provoca una salud precaria y están en situación de beneficiarse al máximo de la explotación de los recursos naturales infrautilizados.
Esperanza de vida al nacer frente al PIB real per cápita
Fuente: PNUD (1998) y WHO (1991).
No obstante, es muy difícil generalizar sobre la vinculación entre el desarrollo económico y las condiciones de salud de la población. En este sentido, son diversas las experiencias que demuestran que el desarrollo económico y el incremento de la infraestructura e intensificación agrícolas no siempre contribuyen a un mejor bienestar de la población. Existe, de hecho, la constancia de que los cambios macroeconómicos no siempre se traducen en beneficios para todos los sectores sociales. Así, algunas políticas, quizás muy convincentes desde el punto de vista macroeconómico, en particular los Programas de Ajuste Estructural, pueden tener devastadores efectos sobre la población, incrementando la pobreza y favoreciendo la mala distribución de los recursos. En estas circunstancias, el sistema sanitario se ve debilitado e incapacitado para responder al deterioro de la salud y el bienestar.