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La toma de Jerusalén en 1099 fue una carnicería. Los cruzados pasaron por la espada a más de setenta mil personas, tanto musulmanes como judíos, según las crónicas. La barbarie de los frany (o francos, nombre con que se designaba a los atacantes en referencia al origen francés de muchos de ellos) contrastará con la imagen de Saladino, sultán de Egipto y Siria durante la tercera cruzada, al que las crónicas describen como un caballeroso guerrero cuya magnanimidad admiran tanto musulmanes como cristianos.
Para el islam, la pérdida de Jerusalén en el siglo XI supuso un duro golpe. Sin embargo, los musulmanes tardaron en responder con energía a esta situación. Convencidos de que se trataba de una ocupación de carácter temporal, no creyeron que los frany fuesen a establecerse en Palestina de forma permanente. Por ello, no vieron la necesidad de unirse para hacerles frente. Por su parte, los cruzados pronto aprenderán que Oriente es un complicado rompecabezas en el que las alianzas se tejen y destejen en función de intereses cambiantes. Por suerte para ellos, la fragmentación de sus enemigos les beneficiaba, lo cual les permitió consolidar su poder en Tierra Santa.
Durante la séptima y la octava cruzadas las atrocidades de la guerra aumentaron la desconfianza entre ambos mundos, cristiano y musulmán. En el islam, la ocupación de los cruzados provocó un sentimiento de rencor que le llevó a cerrarse en banda a cuanto provenía de Europa. Los frany, en cambio, aprendieron y después superaron los conocimientos del islam en medicina, astronomía, química, matemáticas y arquitectura.