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Un día como hoy, en 1532, se produjo un acontecimiento capital en la historia del Perú y de la América andina en general: Francisco Pizarro, al mando de un puñado de españoles, tómo la ciudad incaica de Cajamarca y, en horas de la tarde de ese día, logró la captura de Atahualpa, último inca del Cuzco; así se iniciaba el colapso del Tawantinsuyo. A propósito de esta fecha, intentaremos esbozar algunos rasgos de la personalidad de los conquistadores “peruleros” del siglo XVI.
La conquista del Perú, auspiciada oficialmente por la Corona en la Capitulación de Toledo, fue, en esencia, una iniciativa privada, financiada y dirigida por Francisco Pizarro y sus socios. Los primeros soldados para realizar la empresa fueron reclutados en Panamá y en Trujillo de Extremadura, tierra de la familia Pizarro. Castellanos, extremeños y andaluces, en su mayoría, estos aventureros no eran ni aristócratas ni gente ilustrada, sino jóvenes guerreros, algunos de ellos pequeños hidalgos, que no tenían medios económicos y que habían pasado al Nuevo Mundo con la ilusión de encontrar grandes riquezas y vivir nuevas aventuras. Cuando llegaron al Tawantinsuyo, tierra que de alguna forma reflejaba la que pintaban las fabulosas novelas de caballería y que algunos cronistas llegaron a comparar con el Imperio Romano, estos soldados de beneficiaron de increíbles botines de oro y plata, especialmente los recaudados en Cajamarca, Pachacamac y Cuzco. Además, en vista de haber colaborado en los decisivos episodios de la conquista, pudieron contar con sus encomiendas de indios, que, gracias a la mano de obra gratuita de los nativos, les permitió aprovechar los recursos naturales de la nueva tierra y construir sólidas fortunas.
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