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Dicen los expertos que, entre los doce y los dieciocho meses, se produce un episodio decisivo en nuestra vida. Llega un día en el que nos reconocemos en el espejo. Aunque no lo podamos expresar con palabras, sonreiremos y pensaremos: ¡ese soy yo! A partir de ese momento, nos situamos en el mundo y, de forma inevitable, empiezan a surgir las comparaciones. Poco a poco, construiremos una imagen de nosotros mismos en la que, sin duda, influirán los referentes del entorno más cercano. Aspecto físico, inteligencia, comportamiento, actitud, fortaleza. Todos los aspectos relacionados con nuestro desarrollo pasarán por el matiz de la semejanza («¡se enfada como el padre!») o de la confrontación («¡a ver si espabilas como tu hermano!»). La gestión de esas comparaciones tendrá una extraordinaria importancia. En ocasiones, supondrá un estímulo positivo para que busquemos nuevas metas. Si otros lo han conseguido, yo también puedo hacerlo. Una comparación saludable nos servirá para imitar aquellas actitudes de los demás que han dado resultado positivo. Sin embargo, la comparación también puede generar una reacción negativa que destruya nuestra ilusión. Frases como «soy un desastre», «de nada sirve mi esfuerzo» o «no soy como los demás» acaban cerrando las puertas del futuro. De esta manera, la comparación nos sienta frente al mismo espejo en el que nos vimos hace muchos años y nos devuelve una imagen borrosa, apenas perceptible, coronada por las palabras: «no vales nada».
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