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El surgimiento del cristianismo durante las primeras décadas de nuestra era supuso una revolución esencial dentro de la estructura social y política del Imperio romano tardío. Como señala Kovaliov, el fracaso de los movimientos revolucionarios de finales de la República propició la extensión de la nueva religión. En efecto, incapaces de desprenderse del yugo de la Roma esclavista, las clases bajas tomaron el narcótico de la nueva religión, pues “la situación de los sectores populares de la sociedad romana era tan triste y su conciencia de clase tenía tan poco desarrollo, que la nueva religión conquistó el Imperio en el curso de dos siglos” (Kovaliov, 1979, 800).
Desde la óptica del paganismo, el cristianismo supuso una auténtica revolución del pensamiento. Frente al panteón clásico se afirmó el monoteísmo, frente a la noción de la ciudadanía romana se alzó el espíritu universal y católico, de modo que la nueva religión iba dirigida a todos los pueblos y gentes sin distinción de ninguna clase. Asimismo, el determinismo clásico propio de la tragedia griega, donde el destino de Edipo Rey resulta ineludible, es sustituido por el “libre albedrío”, la posibilidad del hombre de elegir su camino. Por otra parte, y como un elemento esencial, el concepto de persona se extendió a todos los seres humanos, incluyendo así a los esclavos, considerados meros bienes.
Vestidos con este aparato ideológico resulta obvio que los primeros cristianos suscitaran recelos y murmuraciones entre la población y, como fuera que sus ritos eran desconocidos y se celebraban en la clandestinidad, resultó frecuente encontrar testimonios que pretendían acusar a los cristianos de todo tipo de crímenes. Así, según el orador Marco Cornelio Frontón, maestro y tutor de Marco Aurelio, los cristianos, bebidos y en la oscuridad, practican aleatoriamente el acto sexual, sin evitar el incesto. Asimismo, corren rumores de que en su liturgia los cristianos sacrifican a los niños y los devoran, aunque de ello no exista prueba alguna, como se encarga de señalar el apologeta latino Tertuliano, “¿dónde están los pesquisidores que al niño del sacrifico le oyeron sollozar? ¿Quién reservó ensangrentadas las bocas de cíclopes y sirenas para que el juez no vea entre los dientes la sangre?