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Gracias a la coyuntura política, parecen prometerse mejores vientos para los estudios filosóficos en España. Pero no está claro que se deba ser muy optimista al respecto, ni con el despunte que se vislumbra en las vocaciones universitarias (alimentadas sin duda por “la crisis” de otra opciones, motor eterno de cualquier pregunta filosófica) ni con los posibles cambios legales en el estatuto de la filosofía en Bachillerato. Es necesario señalar el retroceso general de las humanidades en casi todos los países influidos por el implacable puritanismo angloamericano.
La lógica industrial siempre ha tendido a despreciar la voz de los ancestros y las lenguas muertas, también unas intrincadas reflexiones filosóficas que, a los fanáticos de la velocidad, siempre les han parecido tocadas por el tufillo laberíntico y teológico de un pasado que es necesario injuriar y liquidar. Entre otras razones, para que nuestro impresentable presente no tenga un referente que le avergüence a fondo. Y después está también el indisimulable odio Wasp al “pensamiento abstracto”, probablemente debido a su difícil y lenta utilidad. Para una mirada pragmática, la filosofía siempre ha padecido unas pretensiones no contextuales, no históricas y tampoco muy civiles, que la han hecho bastante inútil, cuando no sospechosa de toda clase de atavismos arcaizantes. La famosa “navaja” ya no es solo la de Ockham, pues el bisturí se ha usado a fondo en los mil recortes anímicos que hacen falta para que el Primer Mundo (maravillosa expresión) sea más veloz y laminado, más clónico de la normalización, más cruelmente económico.
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