• Asignatura: Historia
  • Autor: calomanuelyachimba
  • hace 5 años

En la historia de los buitres de oscar cerruto el autor que cosa empezo a ver afuera del tranvia el joven

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Respuesta dada por: luisallach4
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Cuando subió al tranvía, no advirtió de momento su presencia.

(Había dejado pasar un taxímetro, sin detenerlo –no sabía por qué–, luego dos omnibuses abarrotados de pasajeros. No quería viajar incómodo, no quería exponerse al maltrato de las aglomeraciones, las odiaba. Pero los tranvías no le eran menos aborrecibles; le parecían vehículos para viejos y mujeres gordas, artefactos asmáticos y ruidosos. Se decidió, sin embargo, por ese que se acercaba dando cabezazos. Una señora joven con una niña se habían detenido a su lado. Si suben ellas, lo tomo, pensó. La señora hizo una señal al motorista, y el tranvía, jadeante, se detuvo. Subieron los tres).

Pero al llegar a la mitad del pasillo sintió —sin que la sensación tomara forma en su conciencia— que algo de irregular había allí dentro, en las personas o en la atmósfera.

(El tranvía partió con brusquedad; sus nervios vibraron, adaptándose al aire rumoroso de hierros y vidrios que circulaba en su interior).

Fue entonces cuando percibió algo como un fluido, y sus ojos se pusieron a buscar involuntariamente de dónde provenía ese llamado. No se sentó enseguida, ni avanzó por el pasillo, sino que tomándose de un asidero dejó errar su mirada un segundo, como si esperase encontrar a un conocido, mientras buscaba acomodo con movimientos calmosos, de autómata. Ocupó al fin el primer sitio que halló libre; se disponía ya a desplegar su diario cuando, de repente, una muchacha, sentada en uno de los asientos delanteros, volvió la cabeza. Fue como un choque. De inmediato supo que era eso lo que lo había turbado vagamente, y casi ya no apartó los ojos de ella. En el breve instante en que se cruzaron sus miradas, buscó hasta el último detalle de su rostro, y como en una súbita instantánea, quedó grabado en la placa de su cerebro. Ahora que miraba su pelo de color de miel, suavemente ondulado, luminoso, sabía cómo era ella. Y aunque no la había oído hablar, conocía el timbre de su voz, clara, nítida, sin diapasones sentimentales. Estaba enterado de todo eso, y, sin embargo, no habría podido describirla. Cuando se esforzaba por hacerlo, con la mirada fija en sus cabellos, mientras el tranvía rodaba bajo el sol por las verdes alamedas próximas a la Plaza Italia, solo conseguía arribar a la convicción de que era dulce, femenina, con unos labios de un rojo pálido y una luz en las mejillas que iluminaba y al propio tiempo diluía los demás rasgos de su cara. El guarda se le acercó. Un poco confundido alargó la moneda (acababa de advertir que la tenía fuertemente asida entre los dedos, como un niño). Se había ubicado cuatro o cinco asientos más atrás, y recordó que antes de hacerlo, en ese segundo en que se mantuvo en pie, buscando, la había visto por la espalda (la acompañaba una amiga, quizá su hermana, sentada a su lado), sin detenerse en ella, que por detrás se confundía con los demás pasajeros, como si su magnetismo femenino solo obrase por el oficio de sus ojos o de su rostro.

Subían y bajaban los pasajeros. El tranvía seguía rodando, con un estrépito de hierros sin aceitar, quejándose y sacudiendo su armazón estropeada. A los costados se elevaban ahora los altos edificios de la calle Santa Fe, lúcidos de cal hiriente bañada de sol, mientras el guarda, en la plataforma, tiraba enérgicamente del cordón de la campanilla, con la primavera repicando en la sangre.

La muchacha no había vuelto a mirarlo. Hablaba con su compañera, parecía ignorar por completo su presencia. Pero el fluido imponderable continuaba actuando en sus nervios, y eso le decía que estaba tácitamente en comunicación con su pensamiento.

Grupos de mujeres jóvenes, vestidas con telas ligeras, de colores alegres, flotaban en el río del tránsito. El tranvía bogaba como un cetáceo, entre las olas de la calle, los racimos humanos peligrosamente colgados de sus barrotes. Así cargado viraba (con ese chirrido en el que se evade el doloroso cansancio del hierro) por la esquina de Paraguay y Maipú cuando asomó un inmenso camión, como un monstruo furioso, y se abalanzó rugiendo sobre él. El pasajero gritó, paralizado. Pero la bestia relampagueante cruzó a dos pulgadas de la tragedia. No había sucedido nada. A lo más, unos paquetes que rodaron por el suelo. Pensó, sin embargo, en abandonar el vehículo. Seguiría a pie, o tomaría un taxímetro. Ese armatoste lo inquietaba. Me van a matar cualquier día. Pero enseguida rechazó esos presagios. El tranvía siguió rodando perezosamente; su mismo traqueteo sosegado pareció devolverle la confianza; la risa despreocupada de una pasajera acabó por disipar todos sus recelos. Además, estaban ya cerca de la calle Corrientes.

Respuesta dada por: valeria07012018
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Colaboró en varios periódicos de Bolivia y también trabajó en la cancillería. Luego, diplomático y ulteriormente, embajador en Uruguay en 1965. Considerado como uno de los más grandes poetas bolivianos y uno de los cinco más importantes escritores bolivianos del siglo XX,[1] Óscar Cerruto es el reconocido autor de una de las novelas sociales más importantes de la historia boliviana, Aluvión de fuego. Su trabajo incluye poesía, ensayos, crítica literaria, artículos periodísticos y estudios de gramática española.

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