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1. Las ilusiones del progreso.
El mundo en que vivimos nos disgusta. Su vida carece de alegría sincera, a pesar de los progresos que brillan en las industrias, en la tecnología o en la legislación social. Otrora la respuesta al disgusto era la apuesta revolucionaria; pero la revolución ha sucumbido como horizonte del hombre europeo, a causa de sus estrepitosos fracasos históricos. El disgusto subsiste, la salida resulta dudosa, el agobio no cesa. Una civilización como la nuestra, tan ávida de incentivos, necesita de los estímulos del mito en el terreno de la política. Sin la irrupción de los mitos en el terreno de la política no hubieran sido posibles ni la revolución rusa ni las revoluciones de sus secuaces; y tampoco puede el historiador entender sin ellos acontecimientos tan importantes para el siglo pasado como la marcha de Mussolini sobre Roma o la ascensión de Hitler a la cancillería del Reich. Derrotados en la II Guerra Mundial, el fascismo y el nacional-socialismo, y cuarenta años después, desaparecido el comunismo, fruto de sus errores económicos, políticos y filosóficos, tan sólo parece quedar la denominada democracia liberal representativa como horizonte político de las sociedades humanas. En ese sentido, la democracia liberal se ha convertido en el auténtico mito del siglo XX; pero aún no sabemos si seguirá siéndolo en el XXI. El mito tiene, sin duda, una función movilizadora e incluso terapeútica; pero en modo alguno puede ser aceptado de manera acrítica, porque no deja de ser una forma de conocimiento esencialmente primitiva y fácil, que ha de ser evaluada por el tribunal de la razón.
Conviene precisar, en ese sentido, qué es lo que hoy podemos entender por democracia, porque se trata de un concepto que ha sufrido numerosas transformaciones desde el siglo XVIII a nuestros días. En nuestro contexto social, económico y tecnológico, luego incidiremos en ese tema de forma más detallada, la definición de democracia defendida por Jean Jacques Rousseau, basada en la noción metafísica de “voluntad general” como expresión directa de la soberanía incondicionada del cuerpo social, aunque sigue utilizándose, no pasa de ser un mero recurso retórico [1]. Y lo mismo podemos decir de la celebérrima definición de Abraham Lincoln, en su discurso de Getysburg, como el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. [2] Claro que en la tradición norteamericana el concepto de soberanía carece de los supuestos absolutistas e incluso totalitarios insertos en la lógica del discurso rousseauniano .[3]
Desde la perspectiva federalista, la soberanía política se encuentra limitada y dividida en una pluralidad de centros de poder independientes y coordinados, con una incisiva atenuación de las instituciones típicas de la soberanía del Estado nacional europeo. Sin embargo, es preciso subrayar que en Norteamérica la democracia se convirtió, desde sus orígenes, en una auténtica religión. Como ha señalado el historiador Emilio Gentile, la “religión civil” norteamericana tiene como fundamento la creencia de que los Estados Unidos son una nación bendecida por la divinidad con la misión providencial de defender y difundir en el mundo “la democracia de Dios”. Hemos tenido oportunidad de verlo, a lo largo de las ceremonias de toma de posesión presidencial de Barack Obama: el presidente de los Estados Unidos no es sólo el jefe político de la nación, sino, además, el pontífice de la “religión civil” [4].