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La autonomía de las universidades implica un ejercicio de responsabilidad para con la sociedad que les da el poder y los medios para desarrollar su función y concretar sus objetivos. Cuando se trabaja en una administración de línea es el poder político directo, derivado del sufragio universal, el que determina qué hacer y cómo hacerlo pero, cuando se trabaja en una administración que goza de autonomía, el ejercicio de esa libertad relativa viene marcado por una serie de limitaciones en su ejercicio (los objetivos generales son públicos y preestablecidos y los recursos se sienten siempre escasos) que conlleva una justa e inevitable rendición de cuentas. Pero la rendición de cuentas no es sólo en términos contables; es, sobre todo, en términos de resultados ¿Se han cumplido los objetivos públicos marcados por las leyes y por los poderes públicos que ostentan la representación de la soberanía popular?
Un ejercicio irresponsable o ineficaz de la misión y facultades depositados en el régimen de autonomía suele conllevar que los poderes públicos otorgantes, más pronto o más tarde, se replanteen esa autonomía y la limiten. Conviene señalar que la autonomía de las universidades otorgada por la ley va más allá de la constitucionalmente garantizada y puede (como ha sido recientemente el caso a través de la Ley Orgánica de Universidades) ser alterada cuantitativa o cualitativamente. A los universitarios nos parece que la confianza depositada en nuestra institución por la sociedad está bien depositada y que somos capaces de satisfacerla adecuadamente pero, para ello, hay que elegir muy bien nuestros objetivos concretos... y alcanzarlos en un grado importante.
En la universidad, el poder jerárquico del rector está debilitado respecto de lo que es común en una administración de línea, tanto por el sistema interno de representación como, sobre todo, por la naturaleza y cualidad de quienes la componemos (muchos de ellos punta de lanza del saber en su área de conocimiento). Esto implica que, para cubrir adecuadamente cualquier objetivo, hay que contar con la voluntad del profesorado, para lo que tiene que existir el convencimiento previo por parte de éste de la bondad de la misión a desarrollar y de los modos en que deba hacerse. Resulta fundamental, a este respecto, que el sistema de reconocimientos positivos y negativos de los comportamientos (lo que en dirección estratégica se llama sistema de indicadores) sea acorde con los objetivos, de modo que estimule las conductas coherentes con ellos y desincentive las que no lo sean.
Digo esto porque, a la hora de elaborar un plan estratégico -que no es otra cosa que la plasmación sistematizada de los objetivos concretos en que materializar la misión que la sociedad nos ha encomendado y de los plazos, medios y atribuciones de responsabilidad interna para cumplirlos- el sistema de indicadores que fomente su cumplimiento debe ser claro y acorde con todo ello. La realidad nos muestra que no suele ser siempre así; unas veces por incoherencias de la norma que, legítima pero poco acertadamente, se nos sobrepone; otras por las nuestras propias. Sobre las primeras podemos influir menos y hay que acatarlas pero sobre las segundas sí tenemos capacidad plena: que sean coherentes y eficaces es nuestra responsabilidad, porque para ello se nos ha otorgado autonomía. Si creemos que hay que apostar por orientar una determinada titulación, por ejemplo, en un determinado sentido que demande la sociedad, habrá que primar a las áreas de conocimiento que se esfuercen en esa línea y desincentivar posturas tendentes a llenarla de contenidos poco acordes con el objetivo. Y esto se hace mejor con normas internas establecidas que con actos singulares.
No cabe, pues, el desánimo escudándose en las incoherencias que puedan existir. Nuestro deber va más allá: cobramos por satisfacer una demanda social y hay que esforzarse en ello. A ello ayudará -y ésta será nuestra tarea tras definir los objetivos- dotarnos de un sistema de indicadores adecuado porque, de lo contrario, surgirían la desmotivación y el desánimo precisamente en quienes más se esfuerzan por lograrlos. Difícilmente podremos ilusionar a nuestros jóvenes si nosotros no tenemos viva la llama de la ilusión. El día que la clase se da con desánimo, los estudiantes lo notan y lo padecen... y también aprenden eso.
Explicación paso a paso: