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ara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lotanto política, en que me he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurarencuentros o congresos.Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté veniraquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo delmomento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en queme inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba unacomprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de lapalabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en lainteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahíque la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura deaquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a seralcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y elcontexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –yhasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desdelas experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en quela importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí.Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentesmomentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial. Primero, la“lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de lapalabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” elmundo particular en que me movía –y hasta donde no me está traicionando la memoria–me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo yre-vivo, en el texto que escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía lapalabra. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles,algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menoresque me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, sucorredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia quintadonde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí,caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de miactividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los“textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba,y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una seriede cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato conellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en elcanto de los pájaros: el delsanbaçu, el delolka-pro-caminho-quemvem, delbem-te-vi,
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