resumen de la trenza de mis cabellos porfavor ayudenme
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Allá por los años de 1731 paseábase muy risueña por estas calles de Lima Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lo presente, lectora mía. Paréceme estarla viendo, no porque yo la hubiese conocido ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, este servidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabato hizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo y andar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mistura. Marujilla era de esas limeñas que tienen más gracia andando que un obispo confirmando, y por las que dijo un poeta:
En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando, Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo de tul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitar difuntos y la cabeza cubierta de jazmines. Los rayos de la luna prestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y los hombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso, la echaban una andanada de requiebros, a los que ella por no quedarse con nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizo proverbiales la gracia y la agudeza de la limeña.
Mariquita era de las que dicen: «Yo no soy la salve para suspirar y gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se gaste la pizarra!».
En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en las noches de luna. Era ese el punto de cita para todos. Ambas aceras estaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con el airecito del río, hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa, embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines que poblaban sus cabelleras.
La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que con medio real de plata salían de compromisos y aun sacaban alma del purgatorio.
Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios muchachos, y al pregón de ¡el jazminero! salían las jóvenes a la ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano sobre las que había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares, flores de chirimoya y otras no menos perfumadas. La limeña de entonces buscaba sus adornos en la naturaleza y no en el arte.
La antigua limeña no usaba elixires odontálgicos ni polvos para los dientes; y sin embargo, era notable la regularidad y limpieza de éstos. Ignorábase aún que en la caverna de una muela se puede esconder una California de oro, y que con el marfil se fabricarían mandíbulas que nada tendrían que envidiar a las que Dios nos regalara. ¿Saben ustedes a quién debía la limeña la blancura de sus dientes? Al raicero. Como el jazminero, era éste otro industrioso ambulante que vendía ciertas raíces blandas y jugosas, que las jóvenes se entretenían en morder restregándolas sobre los dientes.
Parece broma; pero la industria decae. Ya no hay jazmineros ni raiceros, y es lástima; que a haberlos les caería encima una contribución municipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta los perros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar. Y, con venia de ustedes, también se han eclipsado el pajuelero o vendedor de mechas azufradas, el puchero o vendedor de puntas de cigarros, el anticuchero y otros industriosos.
Digresiones a un lado, y volvamos a Mariquita.
La limeña de marras no conoció peluquero ni castañas, sino uno que otro ricito volado en los días de repicar gordo, ni fierros calientes ni papillotas, ni usó jamás aceitillo, bálsamos, glicerina ni pomadas para el pelo. El agua de Dios y san se acabó, y las cabelleras eran de lo bueno lo mejor.
Pero hoy dicen las niñas que el agua pudre la raíz del pelo, y no estoy de humor para armar gresca con ellas sosteniendo la contraria. También los borrachos dicen que prefieren el licor, porque el agua cría ranas y sabandijas.
Mariquita tenía su diablo en su mata de cabellos. Su orgullo era lucir dos lujosas trenzas que, como dijo Zorrilla pintando la hermosura de Eva,