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Bajo la palma de la mano, el niño notó la costra de una antigua cortadura que se había hecho en la rodilla. Se inclinó para observarla atentamente. Una costra siempre era algo fascinante; suponía un reto muy especial al que nunca podía resistirse.
Sí, pensó; me la voy a arrancar aunque todavía no esté punto, aunque esté pegada por el centro y me duela muchísimo.
Se puso a hurgar cuidadosamente en los bordes con una uña.
La metió por debajo y cuando levantó la costra un poquito, se desprendió toda entera, dura y marrón, limpiamente, dejando un circulito de piel suave y roja muy curioso.
Estupendo. Se frotó el círculo y no le dolió. Cogió la costra, se la puso en el muslo, le dio un golpecito que la hizo salir volando y aterrizar en el borde de la alfombra, aquella enorme alfombra roja, negra y amarilla que ocupaba todo el vestíbulo desde las escaleras en las que él estaba sentado hasta la lejana puerta. Era una alfombra gigantesca, más grande que la pista de tenis. Sí, mucho más grande. La contempló muy serio, posando los ojos en ella con cierto placer. Hasta entonces no se había dado cuenta, pero de repente le pareció que los colores cobraban un brillo misterioso y saltaban deslumbrantes hacia él.
Pero yo sé cómo funciona esto, se dijo. Las partes rojas de la alfombra son trozos de carbón encendido. Lo que tengo que hacer es cruzarla hasta la puerta sin pisarlos. Si piso el rojo, me quemaré. Me quemaré entero. Y las partes negras..., sí, las partes negras son serpientes, serpientes venenosas, sobre todo víboras y cobras, gordas como troncos de árbol, y si piso alguna me morderá y me moriré antes de la hora del té. Y si la atravieso sin que me pase nada, sin quemarme y sin que me muerdan, mañana, que es mi cumpleaños, me regalarán un perrito.
Se levantó y subió unos peldaños de la escalera para tener una panorámica mejor de aquel enorme tapiz de color y muerte. ¿Podría hacerlo? ¿Habría suficiente amarillo? El amarillo era el único color que podía pisar. ¿Lo conseguiría? Aquel viaje no podía tomarse a la ligera: los riesgos eran demasiado grandes. Al mirar por encima de la barandilla, en la cara del niño —flequillo de un dorado casi blanco, enormes ojos azules y una barbilla pequeña y puntiaguda— se reflejaba la ansiedad. En algunos puntos escaseaba el amarillo y se abrían uno o dos vacíos enormes, pero parecía que llegaba hasta el otro extremo. Para una persona que ayer mismo había logrado recorrer el sendero enlosado que va desde los establos hasta el cenador sin pisar raya, aquella alfombra no tendría que ser demasiado difícil. Lo peor eran las serpientes. Sólo de pensar en ellas una leve corriente eléctrica le recorrió las piernas hasta la planta de los pies, como si fueran alfileres.
Bajó despacio las escaleras y llegó hasta el borde de la alfombra. Extendió un piececito enfundado en una sandalia y lo colocó con precaución en una mancha amarilla. Después levantó el otro pie; tenía el sitio justo para poner los dos juntos. ¡Muy bien! ¡Había empezado! En su resplandeciente rostro ovalado había una extraña expresión de concentración, y quizá estuviera un poco más pálido que antes. Llevaba los brazos separados del cuerpo para mantener el equilibrio. Dio otro paso, levantando mucho el pie por encima de una mancha negra, tanteando cuidadosamente con el dedo gordo para alcanzar un estrecho canal amarillo que había al otro lado. Una vez dado este segundo paso se detuvo para descansar; se quedó inmóvil, muy erguido. El estrecho canal amarillo ocupaba un trecho ininterrumpido de al menos cuatro metros y medio, y avanzó por él cautelosamente, poco a poco, como si caminara por la cuerda floja. En el punto en que el canal amarillo se deshacía en arabescos laterales tuvo que dar otra larga zancada, esta vez para evitar una zona negra y roja con un aspecto atroz. A mitad de camino empezó a tambalearse. Agitó los brazos desesperadamente, como un molino de viento, para mantener el equilibrio, logró llegar al otro extremo sano y salvo, y volvió a descansar. Estaba jadeante y en tensión, de puntillas, los brazos estirados a los lados del cuerpo y los puños apretados. Se encontraba a salvo, en una gran isla amarilla. Tenía mucho sitio, era imposible caerse, y se quedó allí tomando un respiro, dubitativo, a la espera, con el deseo de seguir para siempre en aquella isla amarilla de seguridad. Pero el temor a que no le regalasen el cachorro le empujó a seguir adelante.