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Respuesta dada por:
1
Somos muchos los que hemos experimentado la riqueza de la
comunión eclesial. Hemos participado de comunidades vivas en
las que se ha vivido intensamente la misma fe, nos hemos sentido
en fraternidad y ha pasado por nosotros y, en ocasiones, a través de
nosotros la gracia vivificante del Señor, que nos convocaba desde
la multiplicidad a la unidad en El. Hemos tenido conciencia de ser
muchos y, sin embargo, uno. Uno en un mismo Señor, uno en una
misma fe. Una misma familia.
Basta recordar, y llega a la memoria la presencia y el testimonio fraterno de sacerdotes y laicos, que, codo a codo, trabajan
por el Reino de Dios. Una tarea común para un pueblo diverso.
Nos asomamos con gratitud a las múltiples iniciativas de tantos hombres y mujeres, que en la Iglesia y desde la Iglesia, trabajan
solidariamente por el Reino de Dios y su justicia.
Pero frente a estas realidades positivas, realidades luminosas,
no dejamos de mirar la otra cara de la misma realidad y descubrimos sombras en la unidad y en la comunión de la Iglesia.
Existen lamentos al ver la falta de amor entre los cristianos.
Otros se escandalizan al comprobar, a veces, la disparidad de criterios pastorales entre los sacerdotes y diversos agentes de pastoral.
Abundan talantes y formas de actuación que distan mucho
de criterios que tengan en cuenta la acogida fraterna y solidaria.
Muchos se quejan de la falta de unidad entre los sacerdotes y su
Obispo y viceversa.
En fin, en la base de toda esta relación deficiente está la falta
creciente de amor entre unos y otros en la Iglesia. Ante esto: ¿qué
hacer? ¿qué querrá el Señor de nosotros
comunión eclesial. Hemos participado de comunidades vivas en
las que se ha vivido intensamente la misma fe, nos hemos sentido
en fraternidad y ha pasado por nosotros y, en ocasiones, a través de
nosotros la gracia vivificante del Señor, que nos convocaba desde
la multiplicidad a la unidad en El. Hemos tenido conciencia de ser
muchos y, sin embargo, uno. Uno en un mismo Señor, uno en una
misma fe. Una misma familia.
Basta recordar, y llega a la memoria la presencia y el testimonio fraterno de sacerdotes y laicos, que, codo a codo, trabajan
por el Reino de Dios. Una tarea común para un pueblo diverso.
Nos asomamos con gratitud a las múltiples iniciativas de tantos hombres y mujeres, que en la Iglesia y desde la Iglesia, trabajan
solidariamente por el Reino de Dios y su justicia.
Pero frente a estas realidades positivas, realidades luminosas,
no dejamos de mirar la otra cara de la misma realidad y descubrimos sombras en la unidad y en la comunión de la Iglesia.
Existen lamentos al ver la falta de amor entre los cristianos.
Otros se escandalizan al comprobar, a veces, la disparidad de criterios pastorales entre los sacerdotes y diversos agentes de pastoral.
Abundan talantes y formas de actuación que distan mucho
de criterios que tengan en cuenta la acogida fraterna y solidaria.
Muchos se quejan de la falta de unidad entre los sacerdotes y su
Obispo y viceversa.
En fin, en la base de toda esta relación deficiente está la falta
creciente de amor entre unos y otros en la Iglesia. Ante esto: ¿qué
hacer? ¿qué querrá el Señor de nosotros
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