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Respuesta:
pues en el que el deseo es el incitante a poseer belleza
“Historia de la Belleza” Umberto Eco (extractos)
“Bello” –al igual que “gracioso”, “bonito”, o bien “sublime”, “maravilloso”, “soberbio” y expresiones
similares– es un adjetivo que utilizamos a menudo para calificar una cosa que nos gusta. En este sentido,
parece que ser bello equivale a ser bueno y, de hecho, en distintas épocas históricas se ha establecido un
estrecho vínculo entre lo Bello y lo Bueno. Pero si juzgamos a partir de nuestra experiencia cotidiana,
tendemos a considerar bueno aquello que no solo nos gusta, sino que además querríamos poseer. Son
infinitas las cosas que nos parecen buenas –un amor correspondido, una fortuna honradamente adquirida, un
manjar refinado– y en todos estos casos desearíamos poseer ese bien. Es un bien aquello que estimula
nuestro deseo. Asimismo, cuando juzgamos buena una acción virtuosa, nos gustaría que fuera obra nuestra, o
esperamos llegar a realizar una acción de mérito semejante, espoleados por el ejemplo de lo que
consideramos que está bien. O bien llamamos bueno a aquello que se ajusta a cierto principio ideal, pero que
produce dolor, como la muerte gloriosa de un héroe, la dedicación de quien cuida a un leproso, el sacrificio de
la vida de un padre para salvar a su hijo… En estos casos, reconocemos que la acción es buena, pero –ya sea
por egoísmo o por temor– no nos gustaría vernos envueltos en una experiencia similar. Reconocemos ese
hecho como un bien, pero un bien ajeno, que contemplamos con cierto distanciamiento, aunque con
emoción, y sin sentirnos arrastrados por el deseo. A menudo, para referirnos a actos virtuosos que preferimos
admirar a realizar, hablamos de una “bella acción”.
Si reflexionamos sobre la postura del distanciamiento que nos permite calificar de bello un bien que no
suscita deseo en nosotros, nos damos cuenta de que hablamos de belleza cuando disfrutamos de algo por lo
que es en sí mismo, independientemente del hecho de que lo poseamos. Incluso, una tarta nupcial bien
hecha, si la admiramos en el escaparate de una pastelería, nos parece bella, aunque por razones de salud o
falta de apetito no la deseemos como un bien que hay que conquistar. Es bello aquello que, si fuera nuestro,
nos haría felices, pero que sigue siendo bello, aunque pertenezca a otra persona. Naturalmente, no estamos
considerando la actitud de quien, ante un objeto bello como el cuadro de un gran pintor, desea poseerlo por
el orgullo de ser su dueño, para poder contemplarlo todos los días o porque tiene un gran valor económico.
Estas formas de pasión, celos, deseo de posesión, envidia o avidez no tienen relación alguna con el
sentimiento de lo bello. El sediento que cuando encuentra una fuente se precipita a beber, no contempla su
belleza. Podrá hacerlo más tarde, una vez que ha aplacado su deseo. De ahí que el sentimiento de la belleza
difiera del deseo. Podemos juzgar bellísimas a ciertas personas, aunque no las deseemos sexualmente o
sepamos que nunca podremos poseerlas. En cambio, si deseamos a una persona (que, por otra parte, incluso
podría ser fea) y no podemos tener con ella relaciones esperadas, sufriremos. En este análisis de las ideas de
belleza que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos intentaremos, por tanto, identificar ante todo
aquellos casos en que una determinada cultura o época histórica han reconocido que hay cosas que resultan
agradables a la vista, independientemente del deseo que experimentamos ante ellas.
(…) Si bien ciertas teorías estéticas modernas solo han reconocido la belleza del arte, subestimando la belleza
de la naturaleza, en otros periodos históricos ha ocurrido lo contrario: la belleza era una cualidad que podrían
poseer los elementos de la naturaleza ( un hermosos claro de luna, un hermosos fruto, un hermosos color),
mientras que la única función del arte era hace bien las cosas que hacía, de modo que fueran útiles para la
finalidad que se les había asignado, hasta el punto de que se consideraba arte tanto el del pintor y del
Espero te sirva