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FICCION Y DICCION
Si no temiera tanto el ridículo, habría podido dar a este estudio un título al que ya se ha
recurrido excesivamente: «¿Qué es la literatura?»: pregunta a la que, como se sabe, el ilustre texto
que la lleva por título no responde en realidad, lo que, en resumidas cuentas, constituye una prueba
de gran sabiduría: las preguntas tontas no merecen respuesta; por eso, la auténtica sabiduría
consistiría tal vez en no formularla. La literatura es sin duda varias cosas a la vez, unidas (por
ejemplo) por el vínculo, bastante tenue, de lo que Wittgenstein llamaba un «parecido de familia» y
cuyo examen simultáneo resulta difícil o tal vez —según una relación de incertidumbre comparable
a las que se dan en la física— imposible. Así, pues, voy a atenerme a uno solo de dichos aspectos, el
que más me importa en este caso: el aspecto estético. En efecto, existe consenso casi universal,
aunque con frecuencia se olvida, respecto de que la literatura, entre otras cosas, es un arte y no
menos universal es la evidencia de que el material específico de dicho arte es el «lenguaje», es decir,
las (ya que, según el sobrio enunciado de Mallarmé, hay «varias») lenguas, naturalmente.
La fórmula más corriente, que voy a adoptar, por tanto, como punto de partida, es ésta: la
literatura es el arte del lenguaje. Una obra es literaria sólo si utiliza, exclusiva o esencialmente, el
medio lingüístico. Pero esa condición necesaria no es, evidentemente, suficiente: de todos los
materiales que la humanidad puede utilizar para fines artísticos, entre otros, tal vez sea el lenguaje el
menos específico, el menos estrictamente reservado para ese fin y, por tanto, aquel cuyo empleo
basta menos para llamar artística la actividad que lo utiliza. No es del todo seguro que el empleo de
los sonidos o de los colores baste para definir la música o la pintura, pero no cabe duda de que el
empleo de las palabras y de las frases no basta para definir la literatura y menos aún la literatura
como arte. En el pasado, Hegel, que veía en la literatura —e incluso, a decir verdad, en la poesía una
práctica constitutivamente indecisa y precaria, «en que el arte empieza a disolverse y se acerca a su
punto de transición hacia la representación religiosa y la prosa del pensamiento científico»1
(yo voy
a dar una interpretación libre a esa afirmación al ampliarla: hacia la prosa del lenguaje ordinario, no
sólo religioso o científico, sino también utilitario y pragmático), advirtió esa particularidad negativa.
Y, pensando, evidentemente, en esa propiedad que tiene el lenguaje de desbordar por todas partes su
empleo estético, Roman Jakobson no asignaba como objeto de la poética la literatura como
fenómeno bruto o empírico, sino la literaridad, definida como «lo que hace de un mensaje verbal
una obra de arte»2
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