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Si de contextos de larga duración se trata, lo primero que debemos señalar es que el debate y las prácticas en torno de la ciudadanía moderna se dan en relación con la constitución del capitalismo en Occidente y del proyecto de construcción de la democracia, aunque la ciudadanía tenga sus raíces griegas y romanas.2 En efecto, son las revoluciones Francesa, Inglesa y Norteamericana las que, levantándose contra la tradición medieval, crean el Estado-nación moderno, bajo el cual comienza a tener sentido la ciudadanía de la modernidad (Cortina, 1997: 56).Según López (1997), el debate en torno a la ciudadanía ha pasado por tres momentos clave en la constitución de la modernidad. El primero se remonta al comienzo de la constitución del capitalismo y tenía como objetivo “desentrañar el sentido y las características del hombre en su relación con la sociedad y con el Estado modernos y en contraste con la sociedad tradicional […]”. Tuvo como principal escenario la Europa del siglo XIX y dio lugar a las concepciones liberales y socialistas. Algunos elementos comunes que identifican a los liberales son el individuo como punto de partida y como sujeto de derechos anteriores y superiores al Estado, una apuesta por la libertad negativapoder del Estado para proteger al individuo, preservar la vida, la libertad y la propiedad, y el temor a la igualdad social y a las acciones de clase. En esta primera etapa de la propuesta liberal surge el modelo que Macpherson (1997) denominó la democracia como protección: un Estado que promueve la sociedad de mercado y protege a los ciudadanos contra el gobierno, un gobierno para individuos egoístas de los que se supone tienen deseos infinitos de obtener beneficios privados para sí mismos y son naturalmente consumidores, es decir, individuos configurados por el mercado. Marx sostenía que esta igualdad jurídica de las personas ante la ley y el Estado como expresión del sujeto burgués e inscrita en la sociedad de mercado enmascaraba la profunda desigualdad económica de esa misma sociedad. Afirmaba que la revolución política moderna presentaba límites insalvables, pues eliminaba sólo negativamente los elementos particularistas del Estado y del mercado —en términos puramente políticos y legales—, pero los mantenía en el plano social y, sobre todo, en las relaciones de producción (López, 1997: 87, 90).