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La llegada del coronavirus a nuestras vidas está poniendo en evidencia la vulnerabilidad de nuestra sociedad, no solo en los aspectos físicos que tienen que ver con la enfermedad, sino también con los valores esenciales que compartimos como seres humanos.
Por un lado, desde el punto de vista de la salud, el problema parece afectar especialmente a personas ya muy vulnerables, con edades avanzadas y con patologías asociadas. Aun así, la mortalidad no es elevada y coexistimos con otras enfermedades que causan más mortalidad y que hemos incorporado a lo cotidiano sin reaccionar a ellas. El problema sanitario se encuentra en la rápida expansión del virus, que puede dar lugar a que falten recursos para atender a personas afectadas graves, que en números absolutos van a coincidir en el tiempo y requerir asistencia especializada. Aunque para la mayor parte de la población la infección sea muy leve, al ser muchos los afectados habrá bastantes casos en pocos días con criterios de gravedad que habrá que atender. Las autoridades sanitarias lo saben y por eso insisten en el cuidado extremo entre los profesionales que van a hacer falta en buenas condiciones.
Otros aspectos preocupantes de esta situación tienen que ver con las otras dimensiones del ser humano que se ven afectadas. A nivel social es evidente que el miedo es incluso más contagioso que el propio virus y pone en evidencia los aspectos más primarios del ser humano. Está bien que ese miedo nos haga reflexionar sobre nuestra fragilidad. Sin embargo, si nos atrapa, nos puede hacer luchar contra nuestros fantasmas y reaccionar contra ellos. Por esta vía comienzan a aparecer prejuicios contra personas de China o de Italia o de Torrejón. Aparecen movimientos de compra compulsiva y, lo peor de todo, la incorporación de la angustia por lo que tememos que nos pase, considerando siempre la peor opción. Hay un daño intangible en la desconfianza que aparece y eso no lo remedia buscar la seguridad en la huida ni en el control irracional. No hay donde esconderse y por más que se controle no alcanzaremos la seguridad.
En momentos así, quizás merezca la pena conectar con otra dimensión de los seres humanos, reconociendo nuestra vulnerabilidad, la incertidumbre característica de la vida y nuestro instinto de supervivencia y a partir de la experiencia de esta crisis explorar las cualidades que llevamos dentro. Lo bueno de una crisis es que nos hace a todos iguales, como se ve, borra las fronteras, las geográficas y las de la piel, y nos da la oportunidad de colaborar solidariamente y modificar lo que hasta hace un rato era lo más importante.
La crisis pasará, ojalá lo que quede nos haga más humildes y conectados con los valores esenciales que llevamos dentro. El virus se quedará con nosotros. Puede que nos sirva, en el futuro, para recordarnos nuestra fragilidad y que, más allá del susto por lo que podemos perder, sepamos agradecer todo lo que tenemos para disfrutar.