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Las “simpáticas” crónicas coloniales suelen pasar por alto la tremenda pobreza de aquella Santa María del Buen Ayre. Era tanta la miseria que les “molestaba”, les “afeaba la ciudad”, según decían los pioneros de un discurso inmoral que se mantiene intacto, indiferente al paso de los siglos y a la evidente lógica: los que afearon y afean la ciudad son los que condenaban y condenan a esos sectores a sobrevivir en esas condiciones infrahumanas.
Vértiz, el Virrey de las luminarias, creó un Hospicio de Mendigos que incluía a los llamados “vagos por incapacidad mental”, y le ordenó al capitán Saturnino de Alvarez que hiciera una redada para “limpiar” la ciudad de menesterosos y enfermos mentales.
El grueso del trabajo en la colonia recaía sobre las comunidades “indias” sometidas y sobre esclavas y esclavos. El despoblamiento de indígenas en la gobernación del Tucumán estuvo lejos de ser un cataclismo natural. Afectó, sobre todo, a los hombres llevados a la fuerza a servir en las minas de Potosí o en las haciendas tucumanas y salteñas. Algo similar ocurrió con los huarpes de Cuyo, vendidos a los hacendados y mineros de Chile. Esto convirtió a los “pueblos de indios” en “pueblos de indias”, ya que la población que quedó en ellos era femenina. A estas valientes mujeres, solas, porque su pareja les había sido arrebatada, pero acompañadas de muchos hijos pequeños a los que tenían que criar y alimentar como podían, les tocó la tarea de mantener la supervivencia de esas comunidades, hasta que las razzias recurrentes para enviar mitayos al Alto Perú y las campañas militares, virtualmente dejaron sin mano de obra la región y comenzó la “importación” de esclavos negros.
En el Noroeste, a fines del siglo XVIII, los pocos y “costosos” esclavos africanos representaban la principal mano de obra en las haciendas, ingenios y talleres artesanales.
En los yacimientos mineros potosinos, los pocos y “costosos” esclavos africanos eran destinados a trabajos artesanales, más o menos calificados, y a actuar como capataces, por lo que ocupaban una posición “favorecida” respecto de las masas de trabajadores indígenas. En cambio, en el actual Noroeste, para fines del siglo XVIII eran la principal mano de obra en las haciendas, “ingenios”, “obrajes” y talleres artesanales, cuya producción se destinaba a abastecer el rico mercado altoperuano con centro en Potosí. Hay que recordar que uno de los principales centros manufactureros de telas durante la colonia fue Córdoba, cuya producción salía sobre todo de los conventos. No debe llamar la atención, entonces, que los principales propietarios de esclavos fuesen las órdenes religiosas.
Las condiciones de vida de esclavas y esclavos eran duras en lo que hace a la posibilidad de formar familia. En las órdenes religiosas, las “negras” eran objeto de una particular persecución para impedir que tuviesen “relaciones pecaminosas”, no sólo por la represión sexual imperante, sino para evitar que dejasen de resultar “útiles” durante sus embarazos y la crianza de sus hijos. La tasa de procreación y descendencia entre esclavos en el Río de la Plata era baja. Entre las causas estaban las pésimas condiciones de vida a que eran sometidos, pero a ello se sumaba en muchos casos la decisión de no traer hijos esclavos al mundo. Como la condición jurídica de la madre determinaba la de su descendencia, el hijo de una esclava nacía esclavo.
Los estudios sobre la emancipación de esclavos entre 1776 y 1810 señalan que el 60% de los casos se debió a la compra de la libertad por el propio interesado o sus parientes, y en el 40% restante por los amos, que por esa vía se libraban de mantener a “negras” y “negros” cuando, tras décadas de servicio, estaban enfermos, desgastados o “viejos” (45 años de edad) para seguirles resultando provechosos.
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