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Había una niña negrita de esas que una vez que la conoces, es difícil que la puedas olvidar. Ella tenía unos rizos gruesos y tan negros como el azabache mismo. Ellos eran el recuerdo y el testimonio vivo de su historia y orígenes afro. Sus ojos morenos expresaban tal delicadeza y alegría que podía contagiarla a quien la rodeaba.
Todos los días tanto sus padres como ella misma recibían elogios sobre lo hermosa que era, lo linda que lucía con sus rizos alborotados y sobre lo expresivos que sus ojos eran.
Todo parecía perfecto, pero los años siguieron sumando en el calendario y Negrita, así como la llamaron, comenzó a crecer, sus curvas se redondearon así como la grandeza de sus ojos cuando tenía cuatro años de edad. Sus rizos se volvieron más desordenados que en otrora tiempo y con ellos los comentarios no tan agradables comenzaron a llegar en su bandeja de entrada con asunto de importante.
Negrita no entendía por qué ya la gente no le decía cosas bonitas como antes, sino todo lo contrario: “¿Por qué no te alisas?”, “¿Por que no te vistes como las demás?”, “Has estudiado toda una carrera universitaria, pero así no luces para nada profesional”, “Tienes que comportarte, no puedes reírte de esa forma, ya no tienes cuatro años”.
Al principio pensó que todos esos comentarios y preguntas de reflexión venían como un balde de agua fría, pero que era para su bien, comodidad y desarrollo en la sociedad. Negrita pensó: “Ummm debo hacer lo que ellos me dicen. Debo comportarme y ser una persona seria y profesional”.
Por eso, un día Negrita buscó su maleta vieja, donde solía guardar sus secretos cuando era muy niña, ahí dejó sus rizos alborotados, sus curvas prominentes, todos sus rasgos fuertes y gruesos, sus ojos expresivos y por último, pero fue lo que le dolió más, su risa contagiosa. Terminó por cerrar su maletita y le puso una etiqueta que parecía gritar: “Mis miedos”.
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