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Los cadáveres de don Cristóbal y Guanina fueron enterrados juntos al pie de una gigantesca ceiba. Y sobre esta humilde tumba, brotaron espontáneamente rojas amapolas silvestres y blancos lirios olorosos. La naturaleza misma ofrendando en el altar del amor ingenuo, alma del mundo, hálito misterioso, soplo divino y dicha perenne de las almas puras.
Cuando al declinar el día, la purpúrea luz enrojece el Occidente, como si lo bañara en sangre, y la sombra de la gigantesca ceiba, añosa y carcomida por la edad, arropa una gran extensión de terreno, creen los campesinos de la cercanía escuchar en aquella loma dulces cantos de amor, con el suave susurro de las hojas. Sabedores por la tradición, que allí fueron sepultados el valiente don Cristóbal de Sotomayor y la hermosa india Guanina, creen que son las almas de los dos jóvenes amantes, fieles a su intenso amor, que salen de la tumba a contemplar la estrella de la tarde y a besarse a los rayos de la luna.