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omo es sabido, el pasado lunes el presidente Martín Vizcarra decretó la disolución del Congreso. Esta medida supone, simultáneamente, el colofón a una larga crisis institucional y el inicio de una verdadera crisis de Estado.
Lo primero sobre lo que hay que llamar la atención es sobre un rasgo en cierta medida anómalo del sistema constitucional peruano. Frente a lo que casi puede considerarse regla general en un sistema presidencialista, la Constitución posibilita que el presidente pueda disolver el Congreso cuando éste le haya rechazado dos cuestiones de confianza. En el supuesto que nos ocupa, la duda jurídica versa sobre si puede contabilizarse la segunda, presentada pero no tramitada, según los defensores de la inconstitucionalidad del acto presidencial; en todo caso, un dato relevante que acerca la lógica del sistema presidencialista peruano a una dinámica parlamentaria en un aspecto fundamental. Al margen de las dudas estrictamente jurídicas que plantee el caso concreto, y de las que pueda plantear la inserción de la disolución en un sistema presidencialista, parece posible presuponer que en la voluntad del constituyente estaba reforzar la posición del presidente frente a parlamentos que le pudieran ser hostiles. Y éste, precisamente, es el caso.
Hay que recordar que esta crisis tiene su origen en las últimas elecciones presidenciales de 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski derrotó por muy escaso margen a Keiko Fujimori, quien obtuvo el control del Congreso. La ofensiva parlamentaria de Fujimori, que alegó un fraude electoral, y la relación de Kuczynski con el caso Java Lato acabaron con su renuncia y posterior procesamiento y condena. Desde entonces, los acontecimientos se precipitaron y los líderes de la oposición también fueron golpeados por la corrupción. Así, Fujimori se encuentra en prisión desde octubre de 2018 y el líder de Fuerza Popular está siendo investigado por pagos de la empresa brasileña Odebrecht. Un contexto esencial para completar la visión de la crisis, ya que en buena medida su detonante final ha sido el control del Tribunal Constitucional, un órgano decisivo para la suerte final de los líderes opositores amenazados por escándalos de corrupción y cuyo control quisieron asegurarse. La disolución tuvo como uno de sus principales objetivos impedir esta maniobra.
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