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El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de de 11 años.
Había hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién era la persona que les había pedido el favor.
Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de la ropa, un pequeño mecedor de madera con florecitas de colores pintadas a manos y un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc cloc, donde llevaba los huesos de sus padres.
La carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosos por alguien que lo seguía queriendo mucho; a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle a esa pobre huefanita desamparada que era prima de Ursula en segundo grado y, por consiguiente, también pariente de José Arcadio Buendía, aunque en grados más lejanos y porque era hija de su inolvidable amigo Nicanor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santo reino, cuyo restos, adjuntaba la presenta para que les diera cristiana sepultura.