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Bonifacio VIII era un hombre triste, alto, corpulento que se distinguía por la frialdad de su mirada. El cardenal de la curia Llanduff dijo de él: “Todo él es lengua y ojos, lo restante es todo carroña”. Dicese que cuando estuvo muy enfermo el médico español que le salvó la vida se convertiría en la persona más odiada de Roma después del Papa.
Sus atuendos fastuosos venian de Oriente, y mostraba pieles y joyas. Celebraba la misa con fervor y derramando lágrimas. En el Jubileo del año 1300, sentado sobre trono portando la corona de Constantino, sostenia una espada y cantaba: “Soy pontífice, soy emperador”.
Mantuvo como concubinas a una mujer casada y a su hija, cuando fue envejeciendo se aficiono a otros pecados y amasar dinero. Un diplomático español comentó: “A este Papa sólo le preocupan tres cosas: una vida duradera, una existencia opulenta y una familia enriquecida a su alrededor”.
En 1302, entre Bonifacio y el rey de Francia, Felipe el Hermoso, se inició disputa:
El rey estaba furioso con el pontífice porque este no había cumplido con su promesa de designarlo emperador, por lo que para contrariarle impuso fuertes tributos al clero.
Bonifacio lanzo excomuniones contra cualquier clérigo que pagase la más mínima cantidad a un laico, fuera Rey o Emperador.
Felipe, en respuesta, había prohibido la exportación de oro y plata y también había encarcelado a un obispo.
Bonifacio redactó una nueva bula, en ella el Papa afirmó la absoluta supremacía del poder espiritual sobre el poder secular, y terminó por definir que es de absoluta necesidad para la salvación el estar sometido al Pontífice Romano.
Felipe declaró: “Bonifacio es un tirano, un hereje roído por el vicio que gusta de los placer con hombres, y que por su maldad estaba enfermo de sífilis.
Un ayudante del rey comentó: “La espada del Papa está hecha simplemente de palabras; la de mi señor de acero.
Felipe preparaba una partida para raptar al Papa y juzgarlo. Que pospuso porque los flamencos atacaron su territorio.
Bonifacio se encontraba en su retiro favorito preparando una bula, que excomulgaba a Felipe y lo despojaba del trono.
En esas circunstancias un joven cruel y obstinado Nogaret, que era sobrino y hermano de los dos cardenales depuestos, estaba formando un grupo. El sábado 7 de octubre al amanecer, las puertas de Anagni fueron abiertas por un capitán traidor de la guardia pontificia. Ingresaron seiscientos caballeros y mil soldados a caballo. Las campanas de alarma resonaron. El palacio del Papa se hallaba en la cima de la colina y estaba bien fortificado y defendido. Bonifacio pidió una tregua. Recibió las condiciones: Debía reintegrar a los dos cardenales Colonna a su puesto, renunciar al solio pontificio y rendirse. Para Bonifacio tales condiciones eran inaceptables.
Los invasores incendiaron los portones de la catedral para llegar al palacio que se hallaba detrás, los clérigos huyeron, la escolta pontificia se rindió. Los asaltantes llegaron a la sala de audiencias y encontraron a Bonifacio revestido con sus atuendos pontificales. El jefe de las fuerzas, Sciarra se dirigió hacia el pontífice y lo abofeteó exigiendo la renuncia. Bonifacio dijo: He aquí mi cuello, he aquí mi cabeza. Cuando el soldado alzó la espada, irrumpió Nogaret gritando que el nombre del rey de Francia deseaba que el Papa fuese conducido a Lyón para ser depuesto ante un concilio ecuménico. Los soldados arrebataron a Bonifacio la tiara, anillos y ropas, y se dedicaron al pillaje de las estancias palaciegas y quedaron asombrados por tales tesoros.
Bonifacio repetía con monotonía el lamento de Job: “Dominus dedit, Dominus abstulit” (Dios me lo dio, Dios me lo quitó). El cronista informa fríamente: “El pontífice fue condicho a las mazmorras donde pasó malas noches en tinieblas mientras las ratas se paseaban por su cuerpo, el hambre y la sed, y la proximidad de la muerte contribuyeron a desquiciarlo lloraba para que lo liberaran”.