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La igualdad jurídica y política de todos los ciudadanos es el segundo valor fundamental de la democracia moderna. Este valor no significa que se cancelen todas las diferencias o incluso desigualdades de corte económico, social, cultural o físico, sino que ninguna de tales diferencias o desigualdades puede legitimar el dominio de unos seres humanos sobre otros y, por ende, la preeminencia política de los primeros sobre los segundos. Por eso, es un principio básico de los procedimientos democráticos que cada ciudadano tenga derecho a un voto y sólo a un voto, y que ningún voto valga más que los demás. De esta manera, en el momento de emitir los sufragios desaparecen las diferencias intelectuales, físicas o socioeconómicas, y cada votante tiene exactamente el mismo peso en los comicios, sin importar su ocupación, su sexo, su fortuna o sus capacidades personales.
Pero el valor de la igualdad política no sólo se realiza en los comicios: implica, por el contrario, que todo ciudadano goza de los mismos derechos y de las mismas obligaciones y, por consecuencia, que no existan grupos, clases o capas sociales privilegiadas con derechos políticos especiales, lo que explica que las normas jurídicas democráticas tengan que ser universales al disponer los derechos y las obligaciones de todos los ciudadanos, y que nadie -persona o grupo pueda pretender colocarse por encima del imperio de la legalidad. Siendo esas normas universales, su aplicación deberá ser igualitaria, sin excepción de personas o intereses específicos.
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