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Participación política: posibilidades de resignificación cultural y legitimación de las luchas del pueblo afrocolombiano Con la promulgación de la Constitución Política de 1991, producto de los movimientos sociales que surgieron en el marco de la violencia que agitó a Colombia durante esa década y asociaba los problemas del país con la falta de participación e inclusión política, se veía llegar un nuevo amanecer para los grupos étnicos y culturales y se avizoraba una luz que iluminaría el encuentro de las diferencias individuales y sociales, y que promovería la inclusión, el reconocimiento y la equidad social como vectores que direccionan el desarrollo y crecimiento de la Nación.
“En América Latina, hasta finales del decenio de 1980, la integración había sido la estrategia preponderante hacia la unidad nacional. Se argumentaba que conllevaba a mayor tolerancia racial, en comparación con modelos basados en la segregación reglamentada por el Estado, como el que primó en el sur de los Estados Unidos hasta el decenio de 1960 [1]”. Con la intención de consolidar la identidad nacional, se dio forma a un sustrato, para cimentar los procesos de homogenización, invisibilización y aniquilamiento cultural de los sectores sociales diferentes, para imponer una sola manera de ver el mundo y relacionarnos con la naturaleza, la sociedad y la cultura.
El reconocimiento étnico que edificó la Constitución de 1991 en Colombia, iluminó la vida social y comunitaria, los grupos “minoritarios” se vieron integrados a la vida nacional, se tendieron lazos de legalidad que anudaron y entroncaron esas raíces negras e indígenas, presentes en la cotidianidad del país, aun invisibles en el imaginario social, pero vivos y edificantes de la grandeza de ser colombiano, a la génesis de la conformación de la identidad nacional. Se legitimó el conocimiento de que en Colombia existen etnias y grupos sociales que merecen protección especial por parte del Estado.
Unos constituyentes, con arraigo y compromiso social, entendieron las múltiples voces de los grupos emergentes de la sociedad colombiana, que solicitaban a grito romper las barreras de la “miopía social”, que negaba de forma estructural la participación política, y unas mejores alternativas de vida a estos grupos culturales, que silenciosamente han estado dejando su fuerza laboral, a través de prácticas físicas, intelectual y simbólica, en cada momento de la historia nacional, para la edificación y conformación de un país, competitivo en las dinámicas productivas y de desarrollo social en la realidad de América Latina.
Uno de los grandes aportes ideológicos y simbólicos de la nueva nación que nacía, con la Constitución de 1991, es desinstalar del imaginario de académicos, investigadores sociales y entes gubernamentales “la integración y segregación nacional”, como política de Estado para la construcción de país, a costa de borrar las diferencias culturales y personales que vehiculiza el desarrollo social, por la preservación y desarrollo de las diferentes etnias y culturas, como vectores y células que en su propio desarrollo y tramitación de la diferencia van redefiniendo un país nuevo en clave de la inclusión, como alternativa válida socialmente.
La Constitución Política de 1991, abrió la puerta para la creación de circunscripciones electorales especiales, dirigidas a garantizar la representación parlamentaria de minorías étnicas y políticas y en consecuencia, a reflejar el carácter multicultural y multiétnico del país en la composición del Congreso de la República. Bajo esta orientación, la legislación colombiana garantiza para las comunidades indígenas dos escaños en el Senado de la República y uno en la Cámara de Representantes, y para las comunidades afro descendiente dos asientos en la Cámara de Representantes mediante la Ley 649 de 2001.
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«En América Latina, hasta finales del decenio de 1980, la integración había sido la estrategia preponderante hacia la unidad nacional. » Con la intención de consolidar la identidad nacional, se dio forma a un sustrato, para cimentar los procesos de homogenización, invisibilización y aniquilamiento cultural de los sectores sociales diferentes, para imponer una sola manera de ver el mundo y relacionarnos con la naturaleza, la sociedad y la cultura. El reconocimiento étnico que edificó la Constitución de 1991 en Colombia, iluminó la vida social y comunitaria, los grupos «minoritarios» se vieron integrados a la vida nacional, se tendieron lazos de legalidad que anudaron y entroncaron esas raíces negras e indígenas, presentes en la cotidianidad del país, aun invisibles en el imaginario social, pero vivos y edificantes de la grandeza de ser colombiano, a la génesis de la conformación de la identidad nacional. Unos constituyentes, con arraigo y compromiso social, entendieron las múltiples voces de los grupos emergentes de la sociedad colombiana, que solicitaban a grito romper las barreras de la «miopía social», que negaba de forma estructural la participación política, y unas mejores alternativas de vida a estos grupos culturales, que silenciosamente han estado dejando su fuerza laboral, a través de prácticas físicas, intelectual y simbólica, en cada momento de la historia nacional, para la edificación y conformación de un país, competitivo en las dinámicas productivas y de desarrollo social en la realidad de América Latina.
Uno de los grandes aportes ideológicos y simbólicos de la nueva nación que nacía, con la Constitución de 1991, es desinstalar del imaginario de académicos, investigadores sociales y entes gubernamentales «la integración y segregación nacional», como política de Estado para la construcción de país, a costa de borrar las diferencias culturales y personales que vehiculiza el desarrollo social, por la preservación y desarrollo de las diferentes etnias y culturas, como vectores y células que en su propio desarrollo y tramitación de la diferencia van redefiniendo un país nuevo en clave de la inclusión, como alternativa válida socialmente.
Explicación:
Aquí esta buen hombre