Respuestas
oño vivía en Guerrero, tierra salvaje, donde las nubes negras cubren de repente el paisaje y las lluvias feroces golpean la montaña.
Don Gregorio, su abuelo, era muy diferente. Era la persona más tierna que él conocía. Era más tierno que la hierba mecida por el viento y que las palomas que se arrullaban en el camino de tierra frente a su casa.
Don Gregorio hacía todas las máscaras del pueblo: retratos esmaltados y brillantes, diablos de ojos penetrantes, reyes, murciélagos o sapos, monstruos de ojos vacíos. Estas máscaras, nacidas en su interior más recóndito, se utilizaban para la danza de la cosecha.
Todos los días Toño y su abuelo se pasaban muchas horas en el taller trabajando las máscaras. Sólo usaban zompantle, porque es una madera seca y ligera.
—Una máscara no deber ser una carga —decía don Gregorio—. Debe ser parte de la cara; ligerita como un velo para que hasta los pies se sientan livianos y jubilosos cuando bailen celebrando el cambio de estación.
Un día, escuchando a su abuelo, Toño se quedó mirándole las manos. Eran unas manos maravillosas, morenas, bordadas de arrugas y gruesas venas.