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Eran las cuatro de la madrugada y al destacamento de jenízaros que estaba perfectamente camuflado y agazapado a no más de 50 metros de la famosa puerta de Kerkoporta en el tradicional y bullicioso barrio de las Blaquernas, le llamó poderosamente la atención, como una luminosa comitiva de vistosas luciérnagas de una explosiva luminiscencia verde, titilaba de una manera un tanto sospechosa. Entraban y salían alegremente por una de las ranuras de una sólida puerta de madera de las muchas que guarnecían la enorme tercera muralla de una de las ciudades más pobladas del Mediterráneo, y la que probablemente acumulaba más historia de todas ellas; la enorme Constantinopla. El 29 de mayo del año 1453 se abrirían las fauces del Infierno y sus abisales fosas insaciables de sangre obtendrían un empacho antológico. Una de las matanzas más increíbles de la historia militar se produciría desde esa fecha y durante la semana siguiente en una orgía de sangre que ha pasado a los anales por lo indescriptible de los detalles. El horror en su máxima expresión se había colado dentro de la milenaria ciudad del Bósforo, con la colaboración inocente de unos tranquilos y disciplinados animalitos, ajenos a la barbarie humana por desatar.