Respuestas
Respuesta: Aunque todavía son muchas las incertidumbres que envuelven el conocimiento
del origen de la humanidad, la ciencia arroja cada día más luz sobre el tema. La
cuestión es si sólo la ciencia es la que puede hacer eso mismo. ¿Acaso la filosofía y la
religión ya no pueden decir nada que tenga sentido al respecto? Precisamente lo que
intenta el libro de Artigas y Turbón es: “establecer un marco filosófico que dé cuenta,
en otro nivel de racionalidad, de lo que la ciencia actualmente nos dice sobre nuestras
raíces” (p. 11).
La ciencia es una forma de conocimiento extremadamente exitosa. Ha
conseguido transformar la sociedad y el mundo en tan sólo tres siglos, permitiéndole al
hombre influir, para bien o para mal, en la propia naturaleza. Ese mismo éxito es el
que ha hecho pensar a más de uno que la ciencia agota la racionalidad; o que, por lo
menos, es la mejor forma de racionalidad que puedo alcanzar el entendimiento
humano. Es cierto que ni la filosofía ni la teología puede vivir de espaldas a la
racionalidad científica si es que quieren decir algo que tenga sentido para el hombre
actual; pero esto no significa, ni mucho menos, que la ciencia ocupe un lugar
privilegiado, y ya no digamos de superioridad en cuanto a capacidad de conocimiento
objetivo de la realidad. Lo único que significa es que existen una serie de cuestiones
que son fronterizas entre estas tres formas del saber humano y, por ello, que las tres
han de estar abiertas a un diálogo fecundo que sólo puede beneficiarles, siempre y
cuando ese diálogo se realice con el debido respeto a los límites metodológicos de
cada uno de estos saberes. Por ello la lectura de este libro “constituye una invitación a
reflexionar personalmente las distintas cuestiones que van apareciendo a lo largo de
las páginas” (p. 16).
Ya el primer capítulo nos pone, desde un principio, frente a las cuestiones
básicas que se abordarán en este libro: ¿acaso somos seres puramente materiales
cuya existencia finaliza con la muerte biológica? ¿Somos el simple fruto de unas
fuerzas naturales movidas por el azar o somos el resultado de un plan divino? Desde
luego, responder una cosa u otra significa plantarnos ante un concepto de hombre
radicalmente distinto según la respuesta a la que lleguemos. En efecto, no es lo mismo
decir que el ser humano es el fruto de una evolución biológica producida íntegramente
al azar que decir que un Dios trascendente crea el universo confiriéndole un
dinamismo que implica un despliegue evolutivo a su creación de tal suerte que
también cuenta con la concurrencia fortuita de causas para poder realizar el origen
biológico del hombre.
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Actualmente resulta de gran importancia el poder establecer los límites reales
de la teoría científica de la evolución. Cuando se hace esto se ve como la evolución,
en cuanto teoría científica que es, “no tiene nada que decir sobre la existencia de un
plan divino” (p. 20). Esto es algo de sentido común. La ciencia natural estudia la
realidad material dejando fuera de su ámbito, de una forma deliberada por los
imperativos metodológicos, por lo que no puede decir nada acerca de ellas, ni a favor
ni en contra. Cuando se olvida esto se suele hacer “decir a la ciencia más de lo que,
en realidad, está en condiciones de decir” (p. 25).
Hay ocasiones en las que los problemas se originan a partir de una confusión
semántica. Por esto los autores insisten en aclarar la diferencia existente entre el
naturalismo metodológico y el naturalismo ontológico. El primero es de índole
genuinamente científica y consiste en centrarse en el estudio de los aspectos
cuantitativos de la naturaleza, por lo que deja totalmente de lado el estudio de las
realidades espirituales ya que su método de investigación es incapaz de abordarlas. El
segundo, en cambio, no es científico sino filosófico e incurre en el error de declarar
que las realidades espirituales no existen porque no son susceptibles de ser
estudiadas por las herramientas metodológicas de la ciencia.
El naturalismo ontológico abusa de la teoría científica de la evolución y le obliga
a decir a ésta más de lo que ella, en rigor, dice para intentar convertirla en una aliada
del materialismo y en un enemigo de la religión.
Pero la verdad es “que religión, filosofía y ciencia natural responden a
perspectivas diferentes” (p. 26) y por ello no se contraponen, sino que se
complementan. Hay cuestiones, como los orígenes del universo y los orígenes del
hombre que son fronterizas entra estas tres formas del saber humano. Esclarecer
estas fronteras es de lo que trata el libro de Artigas y Turbón.
El segundo capítulo trata sobre el origen de los vivientes y se inicia con un
pequeño repaso a las teorías de la evolución biológica desde el siglo XVIII. Los
nombres de Linneo, Lamarck, Darwin, Wallace, Spencer y Hugo de Vries van
desfilando por estas páginas para dar paso al estudio de la teoría sintética y de la
teoría del equilibrio puntuado.
Explicación: