JÚPITER Y PANDORA
Cuando Júpiter se hizo dueño del Olimpo, tuvo que sostener una lucha encarnecida contra los Titanes, descendientes de Titán, en quienes recaía el derecho del cielo, según el convenio que Saturno, padre de Júpiter, había hecho con su hermano Titán. Uno de esos Titanes era Prometeo, el más audaz y el más inteligente de todos. La Tierra estaba sólo poblada por seres superiores. No había aparecido aún el hombre, cuando Prometeo lo concibió en su privilegiada inteligencia: modeló de barro un cuerpo perfecto y, arrebatando un poco de fuego del carro del Sol, se lo comunicó a esa obra maestra y la dejó animada de vida.
Júpiter se maravilló al conocer al hombre, pero quedó muy receloso al mismo tiempo, ante la obra de su enemigo Prometeo. Ordenó a Vulcano que formase una mujer para dársela como esposa al artista, y resultó realmente de una habilidad insospechada. La llamaron Pandora, porque era un conjunto de bienes: poseía una belleza extremada; sabiduría, con que la galardonó Minerva, elocuencia, que le concedió Mercurio, y una especial disposición para la música, que fue el regalo de Apolo. Júpiter fue quien le hizo el regalo más trascendental: una caja cerrada, con todos los males que más tarde abatirían a la Tierra (guerras, enfermedades, dolor, hambre y desastres de todas clases).
Pandora fue llevada ante Prometeo con todos estos presentes. Su apariencia no podía ser más agradable: bella, joven, lozana y adornada de las mejores cualidades. Pero Prometeo, inteligente en extremo, receló del regalo de Júpiter y decidió, a pesar de todo, permanecer sin compañera. Pandora fue entonces presentada a Epimeteo, quien, a pesar de las reiteradas advertencias de su hermano Prometeo, no pudo negarse a recibirla una vez que la vio. Pandora abrió su caja y entonces se extendieron por el mundo todos los males de que los hombres son hoy víctimas, y que eran desconocidos hasta entonces, tan sólo quedó la Esperanza sin salir del cofre.
Prometeo se indignó de la crueldad de Júpiter, y para vengar aquella mala acción le sacrificó dos toros, iguales en apariencia, pero uno tenía solamente piel y huesos, mientras que el otro contenía la carne de ambos. Le pidió que eligiese uno, y Júpiter tomó el toro hueco y al darse cuenta de la afrenta a que Prometeo le había expuesto, lo condenó a permanecer atado en la cima del monte Cáucaso, mirando al cielo, mientras un buitre le devoraba las entrañas, que, para mayor tortura, se le renovaban continuamente. Así estuvo Prometeo soportando los más terribles dolores durante treinta mil años. Pero Hércules, compadecido de las angustias de Prometeo, subió a la cumbre del Cáucaso y, matando al negro buitre devorador, puso fin a las torturas del célebre Titán.
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