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Acababa de llover y en plena sabana empezaron a saltar peces que se elevaban por encima de la yerba. Por allí no había ríos, ni esteros. Solamente arena y pasto. Es que no se veía ni un simple charco. Pero ahí estaban, brincando y entre la yerba. La mayoría eran plateados con visos azules y no más grande que una sardina. Se veían centenares.
La víspera nadie había bebido, ni ahora el sol era tan achicharrante como para decir, es un espejismo. No. Era una tarde fresca de diciembre. Cuando pasó la lluvia, el viejo Pío Lelio , un caporal de sabana, dijo que saliéramos a cabalgar, pero mientras ensillaron las bestias y alguien trajo un par de tazones con café, pasó el tiempo, de manera que fuimos llegando al sitio, qué se yo, veinticinco minutos o media hora después, cuando había desaparecido el arcoiris.
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