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Pasó lo inesperado, lo imposible de pasar. La trajinada rutina de muerte y conteo, vale decir las faenas del matadero de Navarro, parecían destinadas a nunca interrumpirse. Algo se alteró, sin embargo, cuando promediaba octubre, y no en la densidad de la lluvia, ya que no abundó más que otras veces, sino en el temperamento de la tierra, que por alguna razón se tornó más arcillosa, y en consecuencia los caminos se anegaron. No hubo tractor y no hubo arena que fuesen capaces de revertir las obstrucciones del agua acumulada. Ningún camión podía transitar esos caminos, y menos si trasportaba peso. Se arriesgaría a estancarse o a ladearse, a hundirse o a resbalar. Hubo que interrumpir las actividades.
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