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El Método de la filosofía: Admiración y Rigor
El método de la filosofía puede, en efecto, definirse, describirse; pero la definición que de él se dé, la descripción que de él se haga, será siempre externa, no tendrá contenido vivaz, no estará repleta de vivencia, si nosotros mismos no hemos practicado ese método.
En cambio, esa misma definición, esa misma descripción de los métodos filosóficos, adquiere, un aspecto real, profundo, viviente, cuando ya de verdad se ha practicado con él.
Así, haber de describir el método filosófico antes de haber hecho filosofía, es una empresa posible, tanto que vamos a intentarla hoy nosotros; pero mucho menos útil que la reflexiones sobre el método que podamos hacer dentro de algunos meses, cuando ya nuestra experiencia vital este colmada de intuiciones filosóficas, cuando ya nosotros mismos hayamos ejercitado repetidamente nuestro espíritu en la confección de esa miel que la abeja humana destila y que llamamos filosofía.
Es absolutamente indispensable que el aspirante a filósofo se haga bien cargo de llevar a su estado una disposición infantil. El que quiere ser filosofo necesitara puerilizarse, infantilizarse, hacerse como el niño pequeño. ¿En qué sentido hago esta paradójica afirmación de que el filósofo conviene que se
puerilice? La hago en el sentido de que la disposición de ánimo para filosofar debe consistir esencialmente en percibir y sentir por dondequiera, en el mundo de la realidad sensible, como en el mundo de los objetos ideales, problemas, misterios; admirarse de todo, plantarse ante el universo y el propio ser humano con un sentimiento de estupefacción, de admiración, de curiosidad insaciable, como el niño que no entiende nada y para quien todo es problema. Esa es la disposición primaria que debe llevar al estudio de la filosofía el principiante.
Dice Platón que la primera virtud del filósofo es admirarse, sentir esa divina inquietud, que hace que donde otros pasan tranquilos, sin vislumbrar siquiera que hay problema, el que tiene una disposición filosófica esta siempre inquieto, intranquilo, percibiendo en la más mínima cosa problemas, arcanos, misterios, incógnitas, que los demás no ven.
Aquel para quien todo resulta muy natural, para quien todo resulta muy fácil de entender, para quien todo resulta muy obvio, ese no podrá nunca ser filosofo. El filósofo necesita, pues, una dosis primera de infantilismo; una capacidad de admiración que el hombre ya hecho, que el hombre ya endurecido y encanecido, no suele tener. Por eso Platón, andaba entre la juventud de Atenas, entre los niños y las mujeres. Realmente, para Sócrates, los grandes actores del drama filosófico son los jóvenes y las mujeres.