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Para empezar, Olaya y López no se podían ver. Luego se detestaban López y Santos. En eso consistieron los dieciséis años de lo que se llamó la República Liberal, entre 1930 y 1946. Por eso cuando en la Convención Liberal de 1929 Alfonso López Pumarejo advirtió a su partido que debía prepararse para asumir el poder, nadie lo creyó posible.
Olaya desembarcó en Barranquilla y se vino río Magdalena arriba echando discursos diluviales y dando vivas al gran Partido Liberal en cada puerto y en cada plaza de pueblo hasta llegar a Bogotá. Poco más tarde, cuando se hizo la paz en la frontera, Gómez denunciaría violentamente al gobierno por haberla hecho, y volvería a desatarse la guerra en lo interior. Por eso López mismo, mediada su administración, tuvo que anunciar una «pausa» en las reformas. Pero el conservatismo, unificado bajo la mano de hierro y la «disciplina para perros» de Laureano Gómez, inspirado en las doctrinas totalitarias del fascismo italiano y el nazismo alemán, y luego en el modelo hispánico del nacionalcatolicismo franquista, se endureció cada vez más a medida que el impulso reformista del gobierno se agotaba.
Para 1938 la pausa en las reformas decretada por López se convirtió en programa de gobierno de su sucesor Eduardo Santos, cabeza de los liberales moderados. No le iba a permitir a Eduardo Santos darse ese lujo la oposición conservadora, que arreció su agresividad desde el primer día. Con motivo de un tiroteo en el pueblo de Gachetá que dejó varios muertos en las elecciones parlamentarias del año 39, el fogoso y elocuente Laureano Gómez acusó a Santos de haberse puesto a gobernar sentado en un charco de sangre conservadora. Para Gómez, fervoroso antiyanqui como lo era casi toda su generación por cuenta del zarpazo imperial del primer Roosevelt, era preferible que el Canal estuviera en manos alemanas o japonesas a que lo siguieran administrando los Estados Unidos.
En cambio Eduardo Santos, que también había sido antiyanqui virulento, creyó en las buenas intenciones de Roosevelt, o por lo menos las tomó en serio. Por sobre la cabeza del presidente Santos y de su gobierno liberal, el adversario al que apuntaba Gómez era López, de quien se sabía que sería inevitablemente el sucesor de Santos, y a quien Gómez acusaba de ser comunista. Le confiaba al embajador de Roosevelt que para evitar el retorno de López al poder, que según él pondría a Colombia bajo el imperio del comunismo bolchevique, los conservadores estaban decididos a emprender una guerra civil, y esperaban contar para ello con la ayuda norteamericana. Todavía no habían entrado los Estados Unidos en el conflicto mundial, y todavía creía Gómez, como muchos en el mundo, que el vencedor sería Alemania.
Llegó pues en el 42, como era previsible, el segundo gobierno de López, al grito de «¡López sí!» y al grito de «¡López no!». Acusado de haber sido el inspirador de una intentona de golpe militar que por dos días tuvo al presidente López preso en Pasto en julio de 1944, Gómez tuvo que refugiarse en el Brasil. Desde los fracasos electorales de su movimiento UNIR de los años treinta, Gaitán se había reincorporado al Partido Liberal y había venido desescalonando su radicalismo izquierdista. Sin dejar por ello de colaborar con los gobiernos liberales, que lo hicieron alcalde de Bogotá en el año 36 con el primer gobierno de López, ministro de Educación de Santos en el 40, ministro de Trabajo del presidente interino Darío Echandía en 1944.
Faltando un año para terminar su período, López renunció a la presidencia. Y así terminó, melancólicamente, la pujante República Liberal que iba a cambiar la historia de Colombia
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