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Era un día del mes de octubre de 1816, el día 28, para ser precisos. En el paraje llamado “Les Palais”, cerca del Bessat, en la región del Monte Pilat, un adolescente de 17 años, Juan Bautista Montagne, estaba en cama, gravemente enfermo. Prácticamente había llegado al final de su carrera por este mundo. El joven vicario de La Valla-en-Gier, un pueblecillo de 2000 almas, el Pbro. Marcelino Champagnat, había sido llamado para asistir al moribundo. Cuál no sería su sorpresa al constatar que este adolescente no sabía nada de religión, ni de Dios, ni del más allá. El pobre muchacho se hallaba desprovisto de los conocimientos culturales y religiosos más elementales. Verdaderamente era alguien que ignoraba hasta a qué había venido al mundo y qué es lo que le esperaba después. A un momento dado, el joven se sintió presa de una inmensa angustia, tomó a Marcelino por los brazos y le gritó, con los ojos arrasados en lágrimas: “¡Padre Marcelino, ayúdeme!”. El vicario de La Valla, conmovido hasta lo más hondo de su corazón, lo atendió con enorme solicitud. Pero bien poca cosa podía hacer en semejantes circunstancias. La situación de abandono en que había crecido era gigantesca. Le habló de ese Ser Supremo que lo recibiría con gran amor porque era su Padre. Y de María, que era su madre…..
Después de que el joven Montagne falleció, Marcelino emprendió el camino de regreso a la parroquia, bastante alejada de la casa del Palais. Todo el tiempo que caminaba por esos senderos zigzagueantes de las montañas, no podía callar en el fondo de su corazón el eco de aquel grito angustiado del joven que había quedado atrás… Una angustia le subía hasta la garganta, como la oscuridad que se trepaba sobre los troncos y el follaje de los árboles que le rodeaban. Era una angustia semejante a la del joven, era una angustia compartida. Marcelino ya no oía una sola voz sino un coro inmenso de jóvenes en desamparo que gritaba. Detrás del grito de ese muchacho, Marcelino percibía el grito inmenso de la juventud abandonada en todo el mundo. Apenas llegado a su parroquia se puso a trabajar de inmediato. Era preciso responder a ese grito sin importar el precio.
Y la respuesta que dio Marcelino Champagnat a la juventud que pide auxilio, son los Hermanitos de María que él fundó, a sólo dos meses de haberse encontrado con el joven Montagne. Henos ya en el 2 de enero de 1817: día del nacimiento de la obra marista. Poco después, Marcelino construyó con sus propias manos una casa en el Hermitage, cerca de St. Chamond, al mismo tiempo que construía la comunidad marista por su presencia, su amor y sus enseñanzas. Marcelino, una vez descargado por completo de su ministerio de vicario de la Parroquia se dedicó de lleno a sus Hermanos. El, que había nacido en 1789 en una pequeña aldea, el Rosey, del municipio de Marlhes; que había hechos sus estudios en el seminario menor de Verrières y se había preparado para el sacerdocio en el seminario mayor de San Ireneo, en Lyon; que pertenecía a la rama de los Padres de la Sociedad de María, se convertía en el padre de una gran familia, la de los Hermanitos de María, es decir, la de los Hermanos Maristas de la Enseñanza, que evangelizan a los jóvenes mediante la educación cristiana. Marcelino Champagnat permaneció toda su vida en el Hermitage. Ahí formaba a sus Hermanos como religiosos y como apóstoles en esa unidad armónica de la espiritualidad apostólica marista. Cuando murió el 6 de junio de 1840, sólo tenía 51 años, pero ya había consumado su misión y crecido a una gran talla espiritual.
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