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Respuesta:
Un día Zeus, el padre omnipotente de los dioses, compadecido ante los
males que atormentaban a los infortunados mortales, dijo luego de
reflexionar:
—Voy a engendrar, para ventura de los hombres y de los dioses, a un héroe
magnífico, inigualado. Él será el protector de todos frente a los peligros que
continuamente los amenazan. Su fuerza excepcional y sus heroicas virtudes
serán la salvaguardia del mundo.
Dicho esto, descendió Zeus una noche a la ciudad de Tebas. Allí, en magnífico
palacio, habitaba la reina Alcmena, que descollaba entre todas las mujeres
fértiles por la belleza de sus ojos y la nobleza de su elevada estatura. Su esposo,
el rey Anfitrión, se encontraba ausente debido a la guerra. Entonces Zeus,
para lograr acercarse a Alcmena sin despertar sospechas, tomó los rasgos del
propio Anfitrión y como tal se presentó ante el portero de palacio. Los criados,
convencidos de que veían nuevamente a su amo, acudieron a recibirlo a toda
Explicación:
prisa, lo rodearon y sin demora le allanaron el camino hacia las habitaciones de
su real esposa. Y en el abrazo de esa misma noche la reina Alcmena concibió
del soberano del Olimpo, y sin haberlo reconocido, a quien sería el poderoso
Hércules.
Pero desde el instante mismo de su nacimiento, el futuro héroe atrajo sobre
sí el odio de Hera, la esposa de Zeus. En efecto, apenas el niño hubo salido de
las entrañas de su madre, la reina de los dioses, aprovechando las tinieblas de
una noche especialmente oscura, envió al palacio de Alcmena a dos feroces
serpientes. Todo el mundo se hallaba, al igual que el niño, sumido en un
profundo sueño. Penetraron los reptiles en silencio por la puerta abierta de la
habitación y deslizaron sus formas horribles y sinuosas, a la luz del fuego de
sus propios ojos, hasta llegar al escudo que servía de cuna al divino infante. Los
dos monstruos, silbando, se disponían a clavar sus colmillos envenenados en el
rostro del niño para luego ahogarlo con sus anillos. Pero este, despertándose de
pronto, atrapó con sus manos a las dos espantosas serpientes, y con tal fuerza
apretó las gargantas henchidas de veneno, que las estranguló a ambas a la vez.
Esa fue la primera hazaña de este héroe extraordinario. Considerado hijo de
Anfitrión, crecía día a día el vástago de Zeus y de Alcmena, gracias a los cuidados
amorosos de su madre, como un hermoso árbol que se yergue saludable en
medio del huerto florido.
También Zeus, como un padre cuidadoso, velaba por él desde la cumbre del
sagrado monte Olimpo. Un día el padre de los dioses se propuso otorgarle a
este hijo el don de la inmortalidad y el vigor sin límite propio de los dioses. Para
ello tuvo la idea de obligar a una gran diosa a amamantarlo y con tal fin envió
a Hermes, mensajero del Olimpo, a buscar a la criatura. Cuando volvió con ella
el dios alado, Zeus tomó al niño y lo acercó sigilosamente a los pechos de la
propia Hera, que en aquel momento dormía. El recién nacido prendió su boca
a los blancos pechos de la diosa y mamó abundantemente. Una vez saciado, se
volvió y sonrió a su padre. Pero había sorbido y chupado con tal fuerza, que la
leche de Hera continuó fluyendo: las blancas gotas que salpicaron la superficie
del cielo dieron lugar a la Vía Láctea, y las que descendieron hasta la tierra
dieron origen a los grandes lirios.
Cuando sus años lo aconsejaron, su madre Alcmena se preocupó de
proporcionarle una educación esmerada y completa. Lino, hijo del hermoso
Apolo, le enseñó la ciencia de las letras; Eumolpo lo adiestró en el arte de
modular la voz y de cantar paseando los dedos por las cuerdas sonoras de la
armoniosa lira; Eurito, en fin, le enseñó el arte de tender hábilmente el arco
y de dar en el blanco con una flecha certera. Pero fue durante tan magnífica
educación que el poderoso Hércules, cuyo ánimo era intrépido y generoso,
pero irascible en ocasiones, se hizo por primera vez culpable de una muerte
involuntaria. Un día Lino, su maestro de letras, decidió poner a prueba la
sabiduría de su joven discípulo y lo conminó a escoger, entre un conjunto de
volúmenes, aquel libro que prefiriese. Hércules era un notable glotón desde
su nacimiento, un gran comedor —tan voraz llegaría a ser su apetito que, ya
mayor, habría de engullir sin arrugarse bueyes enteros—, y por tanto eligió sin
demora un tratado cuyo título era El perfecto cocinero. Irritado por semejante
elección, Lino criticó ácidamente la desmedida voracidad que atormentaba a su
discípulo y llegó incluso a amenazarlo, alzando su mano por lo que consideraba
una conducta grosera e indigna del futuro héroe.