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A mediados del siglo XIV la Iglesia vivía una profunda crisis, trayendo consigo los primeros aires de ruptura, especialmente considerando que continuamente habían fracazado los intentos de reforma.
Paralelamente, el clero rural no recibía ningún tipo de formación, y los grandes conventos y, sobre todo, las catedrales se habían convertido en el medio para situar socialmente a los segundones de las familias nobiliarias. La vida religiosa se transformó en una forma de adquirir una buena posición y disfrutar del poder social. Por su parte, los reformadores pensaban que había muy poca preocupación por la evangelización del pueblo y la salvación de las almas.
Un grupo de humanistas cristianos, como Tomás Moro y, sobre todo, Erasmo de Rótterdam, denunciaron esta situación de corrupción de la vida religiosa, de apego a las riquezas y a los vicios de la sociedad. A pesar de lo evidente de los hechos, la Iglesia no fue capaz de cambiar a tiempo esta conducta lo que provocó una división de dos grandes bloques: por un lado los que negaron, junto con otros principios teológicos, la autoridad y la obediencia al Papa, y por otro lado los que aceptaron el gobierno del Sumo Pontífice.
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