¿Quiénes podrían ser catalogadas hoy día como las
obreras del siglo XXI? Fundamenta tu respuesta.
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La irrupción del movimiento anticapitalista a nivel mundial, durante los últimos dos años y medio, ha planteado muchas viejas preguntas bajo formas nuevas. La más importante es la cuestión del sujeto: sobre qué fuerzas existen y son capaces de desafiar al sistema y de transformar al mundo.
Para el marxismo clásico, la respuesta es sencilla. El crecimiento del capitalismo iba acompañado necesariamente, por el crecimiento de la clase a la que explotaba, la clase trabajadora, y ésta estaría en el centro de la rebelión contra el sistema. Pero hoy esta visión es atacada desde varias direcciones, no sólo desde la derecha socialdemócrata, la de la “tercera vía”, sino también desde algunos de los voceros más reconocidos del movimiento anticapitalista. En particular la noción de “multitud”, desarrollada por Michael Hardt y Antonio Negri1?, es vista ampliamente como una categoría más relevante que la de la “clase trabajadora”.
No es la primera vez que se discute la posición del marxismo clásico. Esto ocurrió varias veces a lo largo del siglo XX. La extensión del movimiento revolucionario, desde la Europa occidental y Norteamérica hasta el resto del mundo, puso cara a cara a la gente con la dura realidad: la clase trabajadora no era la “abrumadora mayoría” de la humanidad, sino todavía una pequeña minoría. Esto llevó a una tendencia socialista en Rusia, los narodniks, a poner sus esperanzas no en los trabajadores, sino en los campesinos. Llevó a otra, los mencheviques, a declarar que la revolución rusa no podía ser una revolución proletaria, menos aún socialista. Lenin, por el contrario, insistió en el papel central e independiente de la clase trabajadora, incluso en los años previos a 1917 cuando planteaba que la revolución no produciría un Estado obrero, sino una “dictadura democrática”. Trotski fue más allá y adoptó una posición que fue aceptada, efectivamente, por Lenin en el curso de 1917: los trabajadores tenían que tomar el poder, aunque su éxito final en avanzar hacia el socialismo dependía de la extensión de la revolución a los países más avanzados.
Esto no puso fin a la discusión. Ésta surgió nuevamente tras la revolución rusa con el crecimiento de movimientos revolucionarios en lo que ahora llamamos el tercer mundo. La Comintern estalinizada, desde mediados de la década de 1920, confiaba en que la “burguesía nacional” de los países coloniales sería una aliada de la revolución internacional. En las décadas de los ‘50 y ‘60, tras la victoria de la revolución en China y en Cuba, la visión prácticamente dominante en la izquierda a nivel internacional era que los campesinos eran la principal esperanza para la revolución. En ese momento, sociólogos de moda declaraban que sectores como los trabajadores de las fábricas automovilísticas se habían “aburguesado”2?, y esto fue aceptado por muchos en la izquierda que los veían como a una “aristocracia obrera”3?. Esto empezó a cambiar tan sólo después del papel central que jugaron los trabajadores en los eventos del mayo francés, en 1968, pero incluso así los ejemplos de China, Cuba y Vietnam fueron vistos como el modelo a seguir en todas partes, excepto en Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Japón.
Una vez que empezaron a disminuir las luchas de finales de ‘60 y principios de los ‘70, se retomó el cuestionamiento al papel de la clase trabajadora. El socialista francés, André Gorz, escribió un libro cuyo título, Adiós al proletariado, representaba la típica actitud de un sector creciente en la izquierda. En Italia, los pensadores “autonomistas” empezaron a presentar a la clase trabajadora con empleo seguro como un grupo privilegiado, separado del proletariado “real”. Por todas partes, los académicos que habían coqueteado con el marxismo empezaban a insistir en que las cuestiones de género y etnicidad eran tanto o más importantes que las de clase; y esas categorías, finalmente, quedaron ahogadas por un diluvio de “identidades” en competencia.
El ascenso del movimiento anticapitalista ha llevado a intelectuales tan distintos como Susan George, James Petras, Naomi Klein, Michael Hardt y Toni Negri a enfrentarse a la enorme fragmentación asociada con la “política de identidad”. Pero ninguno de ellos ha puesto a la clase trabajadora en el centro de la escena. La identificación con los zapatistas llevó a poner de nuevo el énfasis en el papel de los campesinos y los pueblos indígenas. La respuesta típica a la fragmentación de la política de identidades ha sido llamar a alianzas entre los fragmentos, sin que ninguno juegue un papel estratégico central. En el libro No logo de Naomi Klein, se presenta a la clase trabajadora como totalmente debilitada por la extensión de la globalización, “un sistema de fábricas errantes que emplean trabajadores errantes”.4? En Imperio, Hardt y Negri intentan teorizar sobre la noción de una nueva fuerza, un “nuevo sujeto social”, lo que ellos llaman la “multitud”: