D on Elías me llamó. Su nieta Marta Lucía, estudiante de Literatura, le había hablado de una escritora en la ciudad que contaba historias de la guerra en Europa, de separaciones, de inmigrantes, de entierros... Y él quería que alguien contara su vida. —No puedo ayudarlo, señor —le contesté—, no escribo por encargo. No sé hacerlo… —Niña —me sentí un poco ridícula, pues voy por los cuarenta—, no sea descortés, hágame el favor de escucharme. La espero el domingo a las tres en mi casa. Llegué puntual al barrio Laureles. Era una casa unifamiliar de fachada amplia; en el centro, la puerta de madera tallada; a la derecha se destacaba un gran ventanal que llegaba casi hasta el piso del antejardín; y en el a la izquierda, encima de una puerta de garaje doble, un balcón inundado de plantas que se derramaban sobre la baranda. Era una de las pocas casas que no había sucumbido aún a la arremetida de los edificios. Don Elías en persona abrió la puerta. Era un Esther Fleisacher señor mayor, de piel trigueña, alto y robusto, vestía traje informal; su rostro, iluminado por el azul celeste de su chaleco, se desbordó en una sonrisa cuando me vio. Entre amable y autoritario me invitó a pasar. En el vestíbulo, sobre una consola antigua con su respectivo espejo ovalado, llamaba la atención una réplica de María Auxiliadora tallada en madera con vistosos adornos dorados en No sé si la parca me visitará en unos días, meses o años; por eso, voy a depositar mis recuerdos en su memoria, como si los pusiera en una caja de seguridad. su capa. Atravesamos un corredor que cruzaba entre la sala y el comedor, suntuosos, por decir lo menos, con cortinas cerradas y luces apagadas, se advertía allí una penumbra intocada. El corredor se abría a otra sala frente al jardín y la luz entraba espléndida. Allí estaban su mujer, doña Adela, y su nieta, Marta Lucía. Hicimos las presentaciones de rigor, don Elías agradeció mi puntualidad y precisó: —No sé si la parca me visitará en unos días, meses o años; por eso, voy a depositar mis recuerdos en su memoria, como si los pusiera en una caja de seguridad. Leí sus cuentos y quiero hacerle este regalo. Su escritura es delicada, la felicito. Pasé la tarde entera con ellos y no me aburrí ni un momento. Él sacaba y sacaba vivencias como si su voz estuviera acoplada con sus recuerdos, y yo ávida trataba de guardarlas con fidelidad, así no supiera si podría hacer algo con ellas. Me inquietaba no saber si estaría a la altura de las expectativas, pero no podía prometer nada. No controlo la sinrazón ni el tejido de los relatos que escribo. Las atenciones fueron continuas y deliciosas: sándwich de queso fundido; galletas de mantequilla con dátiles y albaricoque; almendras, nueces, pistachos y arándanos; y chocolates de distintos sabores. De tomar: jugo de guanábana, café y aromáticas. Doña Adela, sin interrumpir a su marido, nos consentía. La simpatía de don Elías, la serenidad de doña Adela y el cariño paciente de Marta Lucía por sus abuelos hicieron de esa tarde un recuerdo inspirador. Al final la situación se tornó embarazosa, don Elías quería pagarme el tiempo que estuve allí. —Usted habló de un regalo y yo me llevo sus recuerdos, eso no tiene precio. Ahora debo esperar que las palabras salgan de adentro y eso toma su tiempo. * * * He narrado situaciones relacionadas con la Segunda Guerra Mundial, de la que aún hay sobrevivientes; pero los recuerdos de don Elías empiezan en la Primera Guerra, hace poco más de un siglo; eso ya me creaba interrogantes, ¿realmente me concernía?, ¿era mi tema?, ¿sería capaz? No sé casi nada de esta guerra y menos de la participación de Turquía en ella, conozco algo de la expulsión y exterminio de los armenios por El libro de los susurros. Nombro a los armenios por complicidad, porque cualquier tipo de exclusión y genocidio nos concierne a todos. No volví a saber nada de la familia Aruj. Los recuerdos depositados por don Elías entraron en una especie de limbo del que rara vez salían para hacerse presentes en mis pensamientos. Hasta que la lotería conectó la historia. * * * Mi abuela compraba lotería cada semana. Incluso, así ella no estuviera, el lotero se la dejaba; y ella, a su regreso, me mandaba con urgencia al parque de las Palmeras a pagarle a don Efraín. Traía mala suerte deber el billete en el momento del sorteo. —¿Abuela, irías a Rumania si te ganaras la lotería? —¿Y qué haría yo en Rumania? Allá son Rojos y los Rojos no quieren a los judíos. Seguramente no me dejarían ni subirme al avión. —¿Rojos? —y los ojos se me pusieron chiquiticos, como sucedía cada vez que quería saber algo. ACTIVIDAD 1 Con tus propias palabras diga de qué trataba el cuento 2 Utiliza los concepto vistos y dibuja la historia del cuento (Haga su obra de arte con esta historia)
Respuestas
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3
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Como se llama el cuento?
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2
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.─.
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