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Durante los años 40, la ciencia económica reconoció que las economías nacionales se diferenciaban a partir de factores tales como el nivel de ingresos y de bienestar de sus poblaciones o el de la igualdad económica entre sus habitantes. A éstos se agregaron otros objetos de estudio, entendidos como consecuencias de la condición de subdesarrollo de algunos países, como el fenómeno de la pobreza, que a veces eran abordados desde la sociología o la antropología de la mano de la economía (Lewis, 1964). Tal condición de subdesarrollo de las sociedades y las economías se explicó —a su vez— como resultado de circunstancias particulares de aquéllas, como el conjunto de relaciones mantenidas por cada país con la economía mundial, el tipo de bienes que producía mayormente cada uno de ellos (manufacturas o bienes primarios), las relaciones de producción entre los distintos grupos de población y los factores (relaciones plenamente monetarias o no, por ejemplo), el origen nacional o extranjero de los factores en la producción, principalmente el capital y la tecnología, entre muchos otros. Es decir, la teoría del desarrollo y múltiples estudios empíricos buscaban las causas profundas del subdesarrollo y de sus consecuencias.
No obstante, en los años 70 toma cuerpo una crítica basada en las teorías libertarias —y en alguna medida en la teoría neoclásica— contra esta concepción del desarrollo económico (Aroche y Ugarteche, 2018). Los autores relacionados con este punto de vista exaltan los síntomas del subdesarrollo, principalmente la pobreza o la débil institucionalidad de los países como evidencia del fracaso de la aplicación de políticas calificadas como “erradas” y basadas en la supuesta “prevalencia del Estado sobre los individuos” (exempli gratia, Bauer, 1972, Krueger, 1974). De allí que estos autores concluyen que la mejor política de desarrollo es aquella ausente. De acuerdo con este punto de vista, los desequilibrios en la economía, e incluso los ciclos de negocios, se deben a las políticas que impiden la marcha natural del sistema económico, además de que tales estrategias muchas veces se identifican con los intereses particulares de las burocracias. Entonces, el desarrollo económico se beneficia de un Estado “esbelto”.
Una característica singular de la investigación sobre la pobreza es su énfasis sobre la definición y las formas de identificar a su objeto de estudio: la población afectada. A partir de la literatura sobre el tema no es fácil, sin embargo, comprender las causas del fenómeno de la pobreza (Mendoza, 2011, Valencia, 2003), ya que el problema se aborda desde el estudio de los individuos que no son parte de un grupo, de una clase social o de un sistema socioeconómico. Es decir, de acuerdo con la literatura, el individuo caracterizado como “pobre” muestra ciertos rasgos particulares que lo condenan a la pobreza. El modelo de equilibrio general aproxima al individuo por medio del modelo de consumidor, quien elige libremente su canasta de consumo (Debreu, 1973).
Sería quizás interesante asociar al fenómeno de la pobreza con algunos otros a fin de entender mejor. De este modo, es probable que la mayor parte de la población definida como “pobre” en los países antes llamados “subdesarrollados” se dedique a actividades de baja productividad, como las agropecuarias o los servicios de escasa tecnificación, ya sea rurales o urbanos. En esas condiciones, es difícil imaginar el camino desde propiciar el cambio de las elecciones individuales hasta llegar a una situación donde la población goce de mejores condiciones de vida, porque se precisa un mayor nivel de producto para hacer posible un nivel de ingreso mayor para los afectados por la pobreza, sin desmedro a la importancia de distribuir más equitativamente la riqueza y los flujos de ingreso. Paul Rosenstein-Rodan (1943) consideró la necesidad de crear fuentes de empleo altamente remunerado allí donde estaba la población afectada por la falta de oportunidades, de modo que sería más fácil a los individuos elegir canastas de consumo distintas (incluidas las variables relativas a su ocupación) y acceder a mayores ingresos. En síntesis, si bien debe reconocerse que las estrategias de desarrollo industrializador no necesariamente corrigen los problemas sociales y económicos que aquejan a los países, quizá sea tiempo de revisar algunos planteamientos de la vieja teoría del desarrollo y reconsiderar que las sociedades existen y son distintas a la aglutinación de individuos disímiles. Entonces, debemos reconstruir la manera de abordar a las sociedades subdesarrolladas y reordenar la falta de desarrollo y sus consecuencias indeseadas como la pobreza.
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