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La vida del hombre parece estar marcada por el sufrimiento, el cual se expresa en el sentimiento de abandono, en la enfermedad, la angustia. Es en esas circunstancias donde más se deja notar las implicancias de la fe. Tanto el creyente como el no creyente son igualmente golpeados por el dolor; pero, quien es confortado por la fe tiene mayores motivaciones para sobrellevar el sufrimiento y no hundirse en la desesperación. Esto no quiere decir que la fe se reduzca a un ‘consuelo’ ante el dolor inevitable. La fe no actúa como una especie de ‘analgésico’, y menos como una técnica o terapia psicológica para aliviar el sufrimiento. La fe no tiene una función utilitaria, en el sentido de que se deba creer para poder sobrellevar el sufrimiento. La serenidad, la fortaleza que tiene el creyente son una consecuencia de su fe.
El sufrimiento, la enfermedad y la muerte, en sí mismos, no tienen sentido, solo lo tienen a la luz de la fe y la esperanza en Cristo. Dios, indudablemente, no quiere nuestro sufrimiento; pero, este se presenta muchas veces como una realidad ineludible que debe ser asumida desde nuestra fe y fidelidad al Señor. No creemos en un Dios que sea indiferente al sufrimiento y dolor de la humanidad, sino en un Dios que ha cargado con nuestros sufrimientos (Cf., Is 53, 4). Cristo, desde luego, tampoco ha buscado por sí mismo el sufrimiento y muerte en cruz, sino que lo ha asumido como consecuencia de la fidelidad a su misión. Cristo no nos pide que suframos sino que le amemos y seamos fieles a su palabra. Si como consecuencia de esa fidelidad nos enfrentamos al sufrimiento y a la muerte, debemos entonces asumirlo. Sólo desde esa perspectiva podemos encontrar un sentido al sufrimiento.
Está claro también que el Señor no ha exceptuado a sus seguidores del sufrimiento. Pablo es un ejemplo paradigmático. El apóstol narra todas las peripecias que ha tenido que pasar a causa del evangelio: noches sin dormir, días sin comer, naufragios, azotes, cárceles, etc., (Cf., 2Cor 11, 22-27) y, finalmente el sacrificio de la propia vida. El apóstol era consciente de la suerte que le esperaba como consecuencia de su seguimiento a Cristo: “Estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe.” (2Tim 4, 6-7); sin embargo, es también consciente que le aguarda la “corona de gloria que no se marchita”, que nada le podrá separar del amor de Cristo, y que debemos gloriarnos “hasta en las tribulaciones…” (Rm 5, 3); se trata de una fe ligada a la esperanza, a la absoluta confianza en el Señor. El apóstol no presume de sus capacidades sino de su propia debilidad, sabe que su fortaleza es el Señor: “Todo lo puedo en aquél que me conforta” (Flp 4, 13).
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