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Se habla tan mal de la guerrilla, que algo bueno debe tener, en especial las F.A.R.C., o las F.A.R., como las llama el presidente, perdón, ex presidente Uribe; mediante un gazapo verbal que aparenta una mala dicción, propia de su pretendido carácter cerril y provinciano —que le da buenos réditos con un amplio sector de la población colombiana—, el ex presidente, gracias a las astucias del lenguaje tan propias de la genialidad comunicativa de este loco del poder, resta una “c” y le quita el tapizado geográfico a esa “fuerza armada revolucionaria”.
Al parecer la guerrilla es mala, tan mala que ahora no se sabe si meterla a la cárcel o no, si perdonarla o autoperdonarnos todos, o si dejarla hacer política en vista de que si “la guerra es la continuación de la política por otros medios” (Clausewitz), la política puede ser la continuación de la guerra por otros medios. Al menos esto fue lo que se hizo en el Siglo XIX en Colombia, con tanta pequeña guerra que hubo. A esas guerrillas decimonónicas, fueran conservadoras o liberales, del bando o estirpe caudillista que las hubiera originado, fueran atroces o corteses, o cancillerescas en sus élites y estratégicamente bestiales en sus bases, se les ofreció control territorial y estatal a cambio de la paz, una negociación de perdón y olvido tan, pero tan efectiva, que hasta hoy pocos recuerdan que en el ADN de los partidos actuales, y de muchas de las familias de abolengo entroncadas en el statu quo colombiano, hay guerrilleros (o tatatarabuelitos paramilitares para decirlo con ternura).