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Los occidentales (españoles, ingleses y franceses, etc.,) tenían la convicción fanático religiosa de la supuesta necesidad divina y humana de “incorporar al modelo occidental”, a los seres humanos que según ellos suponían aislados de los “grandes procesos de las relaciones internacionales” y de las “corrientes universales” que ellos representaban.[2] Donde su accionar militar y guerrero no era prerrogativa exclusiva de ellos, sino que era una actitud muy humana, esparcida entre todos los pueblos del mundo, inclusive a los que se estaba conquistando y cuya diferencia estaba en el mayor o menor grado de beligerancia y crueldad y, por lo cual, las “relaciones humanas” de contacto se dan en condiciones de igualdad y semejanza en cuanto a actitud, pero diferenciados por sus prácticas concretas donde se descubre lo civilizado de los conquistadores y lo bárbaro y salvaje de los conquistados.
Así con esa operación de homogenización del género humano a su aserto pre-hobsiano: del hombre violento por naturaleza y por la misma causa guerrero hasta la medula, las guerra de conquista y los consecuentes procesos de resistencia de los pueblos originarios, quedan como historia anecdótica, donde lo que menos termina importando son las historias de la aniquilación de los pueblos y comunidades que se resistían a ser sometidos a otras visiones y otras actividades humanas.
Esta observación es la que me lleva a plantear la necesidad de discutir el sustantivo frontera, como un término que hasta hace poco resultaba muy cómodo y sintético para la historiografía de los nortes novohispanos[3], pero que al mismo tiempo diluía, lo complejo y diverso, no sólo de los espacios a los que se les atribuía, sino también el ocultamiento primario de la guerra de conquista, despojo y aniquilación a la que sometieron los españoles, ingleses y franceses a los pueblos y comunidades originarias de cualquier porción territorial de lo que se comenzó a llamar América.
Por ello mismo es que la discusión debe comenzar descubriendo las premisas ontológicas mayores que se establecieron desde que se inició la conquista de este inmenso y brutalmente desconocido, para los accidentales, continentes y pueblos originarios, que hoy llamamos América.
Premisas de cualquier conquista
Ante la conquista de los pueblos y comunidades de las Antillas y las costas meridionales del desconocido continente al que después se le llamaría América, Juan López de Palacios Rubio señalo categóricamente: “la sola presunción de su mal actuar [de los nativos a los que desde esos momentos se les considero infieles] debe prevenir a los cristianos para aherrojarlos de sus bienes y posesiones.”[4]
Hernán Cortes en los primeros párrafos de su Segunda Carta de Relación le escribía al rey “Que me rogaban [los nativos de Zempoala] que los defendiese de aquel gran señor que los tenía por fuerza y tiranía, y que les tomaba sus hijos para los matar y sacrificar a sus ídolos. Y me dijeron otras muchas quejas de él, y en esto han estado y están muy ciertos y leales en el servicio de vuestra alteza y creo lo estarán siempre por ser libres de la tiranía de aquél…” (Segunda Carta de Relación)
De aquella primera descripción violenta y de guerra entre los pueblos y comunidades originarias se derivó el supuesto mandato divino que asumió el rey de pacificar a esos habitantes, como se puede apreciar en narrativas como las siguientes:
“Reprimiendo y refrenando el ímpetu y bestial y bárbara fiereza de los sobre dichos” {indios}. Conquista de la Nuevo México, pág. 294
“La profunda paz que disfrutaron todo el tiempo que demoramos entre ellos, no me permitió observar su verdadero traje de guerra; bien que pudo inferir por un baile marcial con que nos obsequiaron, que para combatir usan unas cueras de pieles de buras [venados] dobles, y bien curtidas, diferentes de las de nuestros soldados de provincias internas solamente en ser largas, y tener algunas malas figuras pintadas por encima. Se cuelgan de la cintura en estos casos un tahalí hecho de la misma piel, y casi les llega a la rodilla; a éste se hallan ajustadas en cuatro o seis líneas paralelas muchas cuerdas, en que están enhebrados huesos de pescados y cañones de pluma de águila, teniendo atadas en el remate algunas pezuñas de venado, para intimidar probablemente al enemigo con el ruido que estos colgajos hacen al marchar el campo”. Noticias de Nutka, Pág. 157
Así esa visión violenta y de permanente estado de guerra entre los diversos pueblos y comunidades, junto con su pobreza, idolatría, sacrificios de seres humanos o franco canibalismo –inhumanidad absoluta— fueron los soportes ideológico-discursivos sobre los que se alzó la conquista y dominación de pueblos y comunidades originarios de este continente y que por desgracia siguen vigentes en nuestra historiografía, pese a que han recibido duras críticas como las establecidas por Tzvetan Tódorov en La conquista de América, la cuestión del otro, 1982.