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tra sociedad se ha opuesto abierta o taimadamente a la modernización intelectual, política y social de España y que en consecuencia sería injusto cargar sobre la monarquía toda la culpa del retraso y la distorsión de tal empresa. Nadie podrá negar, sin embargo, que hasta 1931 nuestros monarcas se hallaron mucho más cerca de la «aristocracia» que del «pueblo», entendidas ambas palabras en su más tópico sentido. Y si a esto se añade la deficiente y reticente actitud del régimen monárquico ante el hecho de las autonomías regionales, se comprenderá sin esfuerzo que, tras la mal resuelta aventura dictatorial, la república fuese clamorosamente proclamada en nuestras ciudades.
¿Han empezado a cambiar las cosas? Creo que sí. Desde Carlos III, ningún monarca ha valorado tan expresivamente como el actual -recuérdese su discurso en Las Palmas- el papel histórico de la inteligencia y las letras. Ninguno ha apoyado más resueltamente el proceso hacía una definitiva democratización política de España. Ninguno ha recibido oficialmente a los dirigentes del socialismo y a ninguno quisieron éstos pedir audiencia. Si Maciá -pretendió entrar en Cataluña por Prat- de Molló, Tarradellas lo ha hecho por La Zarzuela. Cierto: no poco han cambiador las cosas. Cuando Europa tiene ante sí la grave partida histórica de conciliar de veras -cuidado: he dicho «de veras»- el socialismo y la libertad, una amplia posibilidad de consolidarse hacia el siglo XXI se abre ante la monarquía española.