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ace unos veinte mil años, en un tempestuoso atardecer, el hechicero cro-magnon regresaba de un retiro de tres días en el monte, donde había estado recolectando yerbas mágicas, cuando le informaron que uno de los hombres había llegado enfermo de una larga jornada cinegética. Seguro de su poder curativo -la ignorancia hace audaces a los médicos- se recubrió con su vestimenta de venado y fue a verlo. Apartó el cuero que tapaba la entrada de la caverna e iluminó al enfermo con su antorcha. De inmediato dio un respingo, retrocedió espantado, ordenó levantar el campamento y huir hacia un incierto fin en medio de la noche. En la pustulosa cara del enfermo había reconocido la viruela -o alguna peste similar de la época- cuya horrorosa imagen había recibido a través de los relatos sucesivos de su padre y de su abuelo, y sabía que la muerte era inevitable.
En 1994, en nuestra Unidad de Infecciosos, solicitamos a un talentoso especialista, hombre muy culto y racional, que evaluara un pequeño paciente. Accediendo de buena gana, contempló un rato al niño a través del vidrio y, en el momento de abrir la puerta corrediza, preguntó por qué estaba aislado. Al escuchar la palabra SIDA quedó con el pie en alto, alterado el rostro; luego de unos segundos, echó pie atrás y dijo que bastaba con lo que le habían contado, no siendo necesario el examen físico.
Habíamos perdido en Chile, país médicamente desarrollado, este temor irracional que acompaña a las pestes y que deriva de la certeza de poder ser atacado en cualquier momento por una enfermedad fatal, irreversible y atroz. Y no sólo en Chile, sino en todos los países más o menos avanzados el hombre moderno está convencido que la medicina todo lo cura, careciendo de recursos espirituales para comprender y enfrentar la existencia de una epidemia altamente letal. El especialista que nos visitaba era un hombre muy instruido y sabía perfectamente cómo se contagia el SIDA y que, por lo tanto, no estaba expuesto, pero pudo más el temor ancestral que la razón.
Esta ha sido siempre la primera humana reacción a las terribles pandemias: pánico. Un miedo súbito, extraordinario, que oscurece la razón. Al pánico sigue la huida, como consecuencia inevitable. En medio del pánico, sin embargo, siempre han existido hombres curiosos que han antepuesto la observación a su propio temor. A ellos, oscuros o famosos, debemos los avances experimentados. Pero en todas las pandemias, este terror irracional ha hecho retroceder momentáneamente en algún punto a la medicina y a la humanidad, por detrás de logros y de conocimientos ya establecidos.
La segunda reacción, ya en medio de la catástrofe es la búsqueda de una causalidad. Para el hombre primitivo -y aun para el moderno- hay simultáneamente una culpabilidad, de manera que la epidemia es siempre un castigo.
Primeras observaciones sobre transmisión
La peste bubónica -la peste negra, la peste por antonomasia- causó sucesivas pandemias, dejando los primeros registros más o menos confiables, capaces de ilustrar cómo se fueron dando los sucesivos pasos en el entendimiento y control de la situación. Aunque en el libro de Samuel hay descripciones que pudieran corresponder a esta patología, y existen antiguas referencias de Tucídides, Hipócrates y de Cipriano (siglo III d.C.), la primera gran pandemia se registró en el mundo antiguo en tiempos del emperador Justiniano, en el siglo VI d.C.; duró sesenta años y terminó mezclada con viruela. Luego tenemos la celebérrima muerte negra, que asoló toda Europa entre 1347 y 1382, habiéndose iniciado, de acuerdo a la mayoría de las descripciones, en Catay (China). Desde allí pasó a Europa, donde sólo respetó a Islandia, no así, a la ya descubierta Groenlandia, para extenderse luego a Arabia y Egipto (Tabla 1).