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En una época donde la escritura fluye desbocada, alumbrando miles de manuscritos, los grandes maestros orales producen perplejidad y asombro. Escribir es una forma de oponerse al tiempo, de luchar contra la muerte y el olvido, de abrir una hendidura en la materia, aparentemente ciega y oscura. Siempre es posible exponerse al albur de que otros recojan nuestros actos e ideas, pero esa opción exige una confianza temeraria en uno mismo y cierta negligencia, pues no existen los testimonios objetivos. ¿Quién era realmente Jesús de Nazaret? ¿El chamán evocado por Marcos o el filósofo descrito por Juan? ¿El rabino reformista del que nos habla Mateo o el humanista compasivo que nos presenta Lucas? Puede decirse algo semejante de Sócrates. ¿Es el hondo metafísico que nos ha legado Platón? ¿O el bufón que escarnece Aristófanes en Las Nubes? ¿Fue un seductor o un sabio, un impertinente o un moralista? A diferencia de Jesús de Nazaret, nadie ha cuestionado su existencia histórica. Sabemos que nació en Atenas en 469 a.C., que procedía de una familia humilde (su padre era cantero y su madre, comadrona), que combatió valientemente en la Guerra del Peloponeso, que era austero pero de carácter alegre y burlón, que no cobraba por sus clases, que durante la tiranía de los Treinta le prohibieron continuar con su labor educativa y que la restauración de la democracia no le benefició, pues fue condenado a muerte por impiedad y conspiración. Ganarse el aprecio y el respeto de los jóvenes aristócratas de Atenas (entre los que se hallaba Platón), y plantear un concepto de la divinidad que cuestionaba las creencias religiosas tradicionales, le acarreó una sentencia injusta que podría haber eludido, pero que acató por respeto a la ley. En el verano de 399 a.C., bebió la cicuta con admirable serenidad, asegurando que nada podía destruir el alma, inmortal y eterna