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Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.
Immanuel Kant
“La naturaleza es sabia”. Supongo que a esta proposición no le podemos atribuir un autor en concreto, ya que distintos pensadores la han parafraseado de múltiples maneras y, en diferentes nichos culturales o geográficos, ha gozado, a lo largo del tiempo, de una gran aceptación. Dicha enunciación hace referencia a una realidad (la naturaleza) a la que se le atribuyen cualidades las cuales distinguimos con mayor claridad en ciertos seres humanos o algunas supuestas entidades divinas.
La sabiduría hace referencia a la posesión de conocimientos adquiridos por la experiencia o reflexión de los que se vale el sabio para poder tomar las mejores decisiones, actuando con prudencia y sensatez. Así, el sabio es un ente que, a través de la palabra o ejemplo, se configura como un modelo virtuoso digno de emular o acatar sus consejos. Si lo dicho hasta este momento respecto a la naturaleza y la sabiduría resulta razonable, entonces a la naturaleza le podemos adjudicar una gran cantidad de atributos, pero no podríamos estar seguros de imputarle la propiedad de la sabiduría. En todo caso, parece ser que lo que se quiere afirmar es que en la naturaleza percibimos una especie de toque divino o fuerza interna que hace que se desenvuelva con las cualidades de un sabio; que la naturaleza no se equivoca y si desconocemos las razones por las cuales ocurren acontecimientos que dañan a la humanidad u otros seres vivos, se debe a nuestra ignorancia como especie.