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Y mientras llegaba el momento esperado, me desempeñaba como corrector de textos en una editorial de libros de teología. Trabajaba corrigiendo libros técnicos, boletines, algunos volúmenes de cuentos, en una editorial de cierta importancia, luego de haberme rebajado a fungir de ayudante de cocina en un restaurante japonés. Hasta que cuatro meses y medio después de haber entrado a esa editorial, llegó a mis manos un texto grueso en un sobre manila. Mi vida después ha consistido en mantenerme atento al derrotero editorial de la obra.
Entro en esos elegantes recintos de libros del centro, sorteo al vendedor que me mira con gesto despreciativo, ubico la nueva edición, llego hasta la página indicada –que varía según la editorial y las picas– y veo mi coma.