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Hacía un año y medio que viajaba por Brasil. Me subí a un barco que me llevó a navegar por el Río Amazonas, selva adentro. Lo que yo pensaba iba a ser una visita de unos días, se convirtió en nueve meses de recorrido.
Bastaron tres días río adentro para sentir que ese no era como otros lugares que había conocido. Me causaba una fuerte adrenalina que sentía en el estómago y en el corazón. Era difícil de explicar. No sé si lo desconocido, lo salvaje, lo abundante de su naturaleza o lo surreal de sentirme adentro de uno de los libros que había leído cuando era niña. Estaba ahí con un cuaderno en la mano, unas frutas y mi hamaca para dormir, en el Amazonas.
La selva amazónica es avasallante. Cientos de árboles viejos y nuevos, altos y bajos, frondosos y desnudos. Sus innumerables ríos que se abren camino entre la mata, ríos tan anchos que solo se ve el horizonte, un gran mar de agua dulce. Los animales, insectos, el tamaño y el brillo del sol, la fuerza arrasadora de las lluvias, me hicieron entender rápidamente que mi presencia era diminuta, que debía andar con cuidado, con respeto y sobre todo con amor por sus caminos. Las comunidades amazónicas, caboclos, nativos y algunos visitantes, saben de esa simbiosis que les da una integridad con el medio, que los fusiona.
Los pueblos ribereños respiran alegría, abundancia y armonía. Se baila y toca el Carimbó. La selva provee, de los árboles caen de los más variados frutos, siempre es temporada de algo. "Açai", la fruta por excelencia que el pueblo come en el desayuno como en los platos principales, con avena y miel, con tapioca y granola, con pescado frito o solo. Hay bananas, cajú, cupuaçu, cacao. La comida es simplemente maravillosa.
Entre las cosas más bellas está su espiritualidad, la mixtura, los cuentos y mitos que se transmiten de generación en generación. Todos los niños conocen las leyendas del Curupira, el guardián del bosque que cuida a los árboles y animales del mato (selva), la leyenda del Boto o de la Cobra Grande. Desde muy pequeños se les enseña a hablar con el espíritu de la selva, con el alma del río. Los niños y niñas crecen sabiendo que todo lo que los rodea tiene una energía superior que los protege y que deben respetar para poder vivir allí.
Cuando los pueblerinos entran al río le piden al "protector", una deidad, que les permita navegar en él. Lo mismo pasa al sacar la fruta de un árbol o para entrar por los caminos frondosos. Siempre le piden al dios del mato que los proteja. Allí todo se habla, se comunica; es muy fácil darse cuenta que adentro de la selva una es pequeña y necesita, para seguir viviendo, de la protección y guía ante una naturaleza avasallante. Las personas celebran la Luna, le cantan al Sol.
Durante un año y medio viajé por Brasil, hasta que me subí a un barco que me llevó a navegar por el río Amazonas. Lo que pensaba iba a ser una visita de unos días, se convirtió en nueve meses de recorrido. Un recorrido que transformó mi forma de convivir con los espacios, con la naturaleza, con la magia del planeta. Dicen que la selva te abraza o te despide; a mí me sostuvo con amor entre sus brazos.
Explicación:
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